I
Se llamaba Sergio Alustiza. Era español, de origen vasco, y había llegado a Venezuela en 1950, huyendo de las tenazas metódicas e insaciables de la dictadura franquista.
Alustiza prosperó en el Barquisimeto apacible de antaño y cuando lo conocí era el propietario de una panadería que colindaba con el colegio donde, en aquella época, yo cursaba el bachillerato.
A esa panadería íbamos en grupo los de mi sección, durante el receso de las cuatro de la tarde, a engañar el hambre con panes piñita y refrescos.
También, de manera regular nos reuníamos allí para realizar algún trabajo pendiente o solventar algún imprevisto académico. La panadería de Alustiza era nuestro centro de operaciones. Recuerdo a Alustiza de manera nítida, siempre encima de la caja registradora, con su pelo canoso, su bigote perfectamente delineado y su dicción vasca; dicción que conservaba como si acabara de bajar del buque que lo trajo al exilio y como si se tratara de un cable ultramarino que lo conectaba con su España natal.
Era un hombre muy circunspecto, al que ninguno de los de mi grupo vio reír jamás y conservaba una distinción sin fisuras que lo hacía parecer ajeno a todo lo que ocurría en la ciudad.
Sin dudas, parecía estragado por una nostalgia tenaz que tenía mucho que ver con los días azules de su vida bilbaína. En su panadería resaltaban muchas cosas, pero una por encima de todas: siempre se escuchaba música española en las corneticas que estaban en torno a la caja registradora. Y entre toda esa música, la más habitual eran unos pasodobles que Alustiza escuchaba con especial emoción.
Un día, inolvidable para todos los que estábamos allí, pareció salir de su ámbito de soledad y, en un arranque de temeridad, acaso aguijoneado por algún recuerdo recóndito del Bilbao de su infancia, tomó del brazo a una de las despachadoras que trabajaba en el lugar y sin mediar palabras se puso a bailar con ella el pasodoble que apenas comenzaba.
Fue una explosión de júbilo en toda la panadería. Alustiza y la despachadora bailaron aquel pasodoble melancólico de manera muy suave, con una cadencia lúgubre que lo mismo podía ser de júbilo que de tristeza y, al terminar, los dos volvieron a sus puestos habituales, como si aquello no hubiera ocurrido nunca.
Mientras la clientela permanecía en éxtasis, yo pude observar que los ojos de Alustiza se humedecieron y se tornaron muy brillantes, como dos focos de neón transparente. Con el paso de los años y gracias a los programas informáticos de intercambio musical, logré conocer que aquel pasodoble tenía por nombre Suspiros de España y, que ese mismo pasodoble casual, era algo parecido a la banda sonora del exilio español, es decir, la diáspora española que se desperdigó por el mundo como producto de la guerra civil de aquel país. Decía así: En mi soledad suspiro por ti. / España, sin ti muero. / España, sol y lucero. / Muy dentro de mí te llevo escondida. / Quisiera la mar inmensa atravesar / España, flor de mi vida.
II
Sergio Alustiza murió hace más de diez años. Su antigua panadería es actualmente una venta de comida china. Y hoy lo estoy recordando porque siguen llegando informaciones sobre la gran ola migratoria de venezolanos. Y es imposible desligar el destino de esos venezolanos anónimos con la melancolía de Sergio Alustiza bailando Suspiros de España, aquella tarde remota.