¿Cuál se supone era la razón fundamental de la comparecencia del presidente de la República en la Asamblea Nacional, este viernes 15 de enero?
Eso estaba claro: rendir cuentas ante la nación acerca de lo cumplido en el año precedente, el 2015, y justificar aquellas metas o supuestos no alcanzados. Además se estila que, al ofrecer las memorias del ejercicio agotado, el gobernante describa una proyección hacia el futuro inmediato, a objeto de que la ciudadanía, en su conjunto, sepa dónde está parada y tenga claro qué trato espera darle el Gobierno a los desafíos que hubieren sobrevenido.
Ninguno de esos cometidos se cumplió. Nicolás Maduro pronunció un discurso largo pero inacabado, deliberadamente informal, sesgado, parcial, contradictorio. Su evasiva retórica estuvo cargada de lagunas que, cuando se refieren a la suerte de un país en aprietos tan serios como el nuestro, jamás pueden ser vistas con desdén. No era, ni de lejos, la oratoria de un estadista. Habló como el tardío aspirante a caudillo de una facción. En hora decisiva no transmitió seguridad, ni liderazgo.
Su impreciso análisis económico, y político, partió de conjeturas equivocadas, falsas, y, en consecuencia, desembocó en propósitos nada alentadores. Sembró más dudas que certezas. Su memoria estuvo plagada de olvidos y sus cuentas en definitiva no cuadran. Exasperó a los opositores y acabó por desconcertar a los suyos, atónitos tras la aguda, fundada y demoledora respuesta de Henry Ramos Allup, presidente del parlamento. Lo más trascendente de las palabras de Maduro parecía ser no cuanto decía, sino lo que se afanaba en disimular, en postergar, en suma, el trasfondo de todo, especialmente, quizá, en lo concerniente al asunto más grave de aquella sudorosa parrafada de tres horas: la propuesta de decretar un estado de emergencia económica.
Su Casa Militar había cometido la primera trastada del día, cuando impidió el acceso de la prensa al hemiciclo, pese a que eso había sido acordado. Y, justo al iniciar su discurso, soltó las amarras de su carácter provocador, al dividir o calificar a la cámara legislativa entre “opositores” y “patriotas”. De ahí en adelante sus esfuerzos se centraron en pintar un país irreal, desfigurado. Eludía con descaro su responsabilidad, que es mayor cuando se trata de un mandatario obstinado en acumular todo el poder, aunque después no sepa qué hacer con él.
En su visión, por insólito que parezca, nada del drama que padecemos guarda relación
con acciones o negligencias oficiales. Si estamos a un tris de una crisis humanitaria es porque una conflagración geopolítica se ocupó de hundir los precios del petróleo y a los empresarios no les da la gana de producir, están en “huelga de inversión”. No hay paz social a causa de las perversiones de una empresa privada miserable. La moneda no vale nada porque es víctima de un “ataque monstruoso”.
Una página web nos impuso la dictadura del dólar paralelo. La inducida inflación venezolana, la más alta del mundo, es obra exclusiva, y dale con eso, de una guerra económica. Pero, lo más lastimoso de todo es que el Presidente insistía en la aplicación de los mismos bebedizos ideológicos, socialistas, apelaba a las mismas políticas fracasadas, con miras a tratar a una nación postrada y cuya enfermedad asume ahora un cuadro de diagnóstico reservado.
En tres horas, no tuvo tiempo para hacer referencia a temas como el del desabastecimiento y la inseguridad. El solo hecho de referirse en forma insincera y fraudulenta a esta profunda y prolongada crisis estructural como a una “tormenta”, descalifica en absoluto a quien, luego
de desperdiciar el poder habilitante dado por un parlamento sumiso, ahora pide un poder mayor, que se le ponga al frente de un estado de excepción, posición desde la cual podrá disponer de medidas, que no define, al margen de los controles de la Asamblea Nacional y pudiendo, incluso, suspender, a su entero parecer, garantías constitucionales. Su proyecto de estado de emergencia económica, en lapso inicial de 60 días prorrogables, lo facultaría para asignar recursos en áreas que apenas enuncia genéricamente. Podrá “diseñar” medidas que no especifica.
Disponer de trámites para la exportación que no aclara. “Dispensar trámites cambiarios” que son un misterio. Es más, habla de que podrá “adoptar las medidas necesarias para garantizar el acceso oportuno de la población a alimentos, medicinas y demás bienes de primera necesidad”, como si todo este tiempo algo, que no fuera su incompetencia, se lo hubiera impedido.
No hay rectificación. El presupuesto no será ajustado. El cambio de rumbo exigido por el pueblo el 6D, fue desoído. El gasto público seguirá igual de alegre. El carácter irreflexivo o estrafalario del planteamiento de Maduro quedó patentizado, sin duda, al informarle a la nación que, al cabo de tantos logros oficiales, sólo falta “recuperar el mercado petrolero
mundial”, su próxima hazaña.
En el artículo 3 del proyecto de emergencia económica se dice que, aparte de las acciones anotadas sin precisión, siempre tras el escudo de algunas buenas intenciones, el Gobierno podrá tomar “otras medidas de orden social, económico o político que estime conveniente a las circunstancias”. Eso sería algo más que emitir un cheque en blanco.
Vistos los antecedentes, aunados al inquietante estado del país y a los “culpables” desde la óptica gubernamental, equivaldría a alargar una peligrosa y quizá mortal licencia.