El 13 de enero de 1926, la pasada de moda cigüeña acunizó –verbo que inventara papá dos años después, cuando el nacimiento de mi hermana Cecilia coincidió con la llegada de Lindbergh a Caracas- en la Qta Berenice en El Paraíso. Me sirven otras palabras de papá en un versito alusivo a un cumpleaños suyo (De la cuna hasta aquí / la senda es larga, / mas como no la amarga / la espina del dolor, / la prosigo feliz con esta carga / de días y de amor ) para resumir mi vida hasta hoy, ya casi sin mañana.
Vivir es un privilegio único, que no se repite. Es una aventura bella, intensa y caleidoscópica porque los episodios dramáticos, felices, inesperados, de triunfos, dudas o fracasos, se suceden y se intercalan para dar sentido y emoción a nuestro breve paso por la tierra, a esta escala entre la nada y la eternidad. Y sin embargo, en la breve escala uno se lo juega todo. Aquí somos y aquí dejaremos de ser. Aquí actuamos para bien o para mal. Aquí cumplimos una misión o la dejamos de lado. Aquí somos hijos de Dios o negamos esa paternidad. Aquí escogemos ir al paraíso o a su contrario.
Es emocionante saberse, sentirse parte de la Creación. Ser ese minúsculo punto imperceptible en la infinita majestad del universo y sin embargo, ¡ser!
Ser necesario, imprescindible, eslabón de la especie hombre, con un cuerpo perfecto en su funcionamiento, un alma inmortal, una inteligencia capaz de impulsar la civilización, transformar la materia, desarrollar la ciencia, el arte, la cultura y una voluntad capaz de intentarlo todo para conquistar los sueños terrenales, siderales y espirituales. ¡Qué cosa tan grande y única es ese mínimo hombre mortal e inmortal!
No hay motivos para no ser felices en este mundo. Lo tenemos todo, pero nos detenemos demasiado en los tropiezos mayores o menores del camino. Contemplamos el dolor. Aprendamos del mar: en su superficie se producen tormentas, huracanes, se encrespan olas inmensas y furiosas que amenazan las embarcaciones. Pero todo ese alboroto es arriba. En lo profundo, en la penumbra azul, los peces ni se enteran, allí todo es silencio y paz. Así debe ser nuestra alma. En la parte externa, sensible y emotiva, se debaten los dramas, los acontecimiento, las pasiones, todo ese claroscuro que le da relieve de arte a la existencia, pero… allá en lo más hondo, donde si queremos habita la divinidad, hay la dulce suavidad de las aguas calmas, una felicidad sin fisuras, serena, inconmovible, por la presencia de Dios en el abismo del amor.
Cuando miro hacia atrás y veo el recorrido de mi infancia hasta hoy, me doy cuenta de que ha sido corto, ¿qué son 90 años en a historia de la humanidad? ¡Un suspiro! Y sin embargo, he vivido y he sido feliz. No digo como algunos que no se arrepienten de nada, yo sí y de mucho. Pero mis errores, mis omisiones, han sido borrados, reparadas, por la misericordia divina y aquí estoy… ¡volviendo a empezar!
