Crónicas de Facundo 10/1/2016

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Las tensiones que observa el país, angustiado, desde el 6D, cuando sobre un tsunami de votos la Unidad democrática de oposición asume el control calificado de la vida parlamentaria, son naturales. No quiere decir que se trate de fuegos artificiales, que encandilan y se apagan. Al igual que ocurre con los terremotos – y el fin de 17 años de hegemonía bolivariana y su deriva despótica es eso, un terremoto – luego del choque de las capas tectónicas vienen el ajuste y la repetición de temblores.

Estas metáforas no significan que pasado el fogonazo llega la calma a Venezuela así, no más. Y es que apelando a otra imagen, cierto es que a lo largo de más de tres lustros de militarismo, de concentración absoluta y abuso de los poderes del Estado por parte de Hugo Chávez y sus causahabientes, como de dictadura comunicacional y ese trastocar del lenguaje político y jurídico – las palabras ya no tiene su sentido original y el régimen hace de la ilegalidad su fisiología sobre el borde de la misma legalidad – es ahora cuando la madeja busca desenredarse.

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El 6Dhizo constar la voluntad soberana de cambio. Como lo afirma en vida Chávez, la voz del pueblo es la voz de Dios. Pero su realización es otra cosa.

Hasta ayer, sin público de galería o con la única presencia de sus hinchas, un solo equipo se dedica a meter goles de un lado al otro lado de la cancha, el PSUV. Recién llega el otro equipo para iniciar la competencia. Las barras bravas, de ambos, ocupan el espacio. Esperan de un partido que les haga historia.

De modo que lo que cabe es leer la realidad y sus entrelíneas. Los discursos patrióticos y el llanto comprensible de los viudos de la revolución son bagatelas del momento.

El 6D, mudado en plebiscito, eso sí, llega bajo un denominador común: ¡el crujir de los estómagos!

A la luz de las cifras macroeconómicas, cuyos documentos insiste en ocultar el BCV, se nos aproxima un grito aterrador, el de la hambruna. Y si llega, por imprevisión o el descuido de quienes creen resolverla con juramentos sobre las tumbas de sus próceres preferidos o procurando litigios acerca de la estética bolivariana, tendrá más fuerza de identidad un paquete de harina pan que los símbolos de la patria.

A nuestros conciudadanos militares, que han de servirle a la Nación como un todo y jamás a partidos ni a facción eso a los mitos tomados por éstas de las páginas de nuestra escuálida tradición republicana para animación de los incautos y que siempre fenecen con el transcurrir de las generaciones políticas, cabe recordarles que el pueblo es siempre extraño e indiferente a los esgrimistas del poder. Ha visto como le modifican varias veces la bandera, el escudo, el gentilicio, la geografía y hasta el huso horario, sin por ello rasgarse las vestiduras.

Venezuela se emancipa con la revuelta de Panaquire contra la Compañía Guipuzcoana, por considerarla expoliadora de nuestras riquezas para disfrute de extranjeros, y por ocuparse ésta, antes bien, de perseguir a hombres de ideas sanas como Juan Francisco de León sin saciar el apetito de la muchedumbre. Era 1789.

200 años después, en las puertas de salida del siglo XX, esos mismos pobres, usados como siempre pero desesperados, asaltan las calles y recrean la suerte como base de la fortuna durante El Caracazo. La renta petrolera merma gravemente hacia 1989 y hasta 1999, cuando el barril cuesta 8 dólares.

Sólo el estúpido, pues, golpea tres veces con la misma piedra.

Tras la ingesta dineraria que el destino azaroso procura para nuestra desgracia y como azar, de tanto en tanto, obsequiándonos bienes no trabajados y oportunidades para los manirrotos, los corruptos, o la exaltación de épicas revolucionarias, topamos hoy, de nuevo, con la inopia. Regresa – ¡atención! – el momento en que nadie se mira a sí y es cuando tras el tupido follaje se busca endosar las culpas en un tercero de ocasión.

De ordinario, según la experiencia, se le pide al Gendarme Necesario que lo lapide y exorcice, a fin de lograr, como se cree, el restablecimiento de la prosperidad.

No juguemos con el fuego

De forma ilustrativa, a propósito de lo anterior, cabe recordar que en 1833, superada la devastación causada por la Independencia fratricida, el Congreso inaugural de José Antonio Páez, es quien ordena la repatriación de los restos de Simón Bolívar, un exilado. Y en su decreto cita que el segundo Congreso de Venezuela, reunido en Angostura, dispone que el retrato del mismo “fuese colocado bajo el solio del congreso con esta inscripción en letras de oro: Bolívar, Libertador de Colombia, Padre de la Patria, Terror del Despotismo”. Pero son tiempos de recuperación económica y forja de la casa común, bajo los auspicios de la Sociedad Económica de Amigos del País y antes de que sus miembros se peleen.

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