Todavía horas antes de los comicios del seis de diciembre, el Gobierno le recriminaba a la oposición no haber firmado el “compromiso” con el CNE, mediante el cual se obligaba a acatar los resultados. El 26 de octubre, cuando Nicolás Maduro acudió a suscribir el papel, empeñado en elevar esa consulta parlamentaria a la condición de un plebiscito, criticó que la coalición democrática antepusiera condiciones “particulares”.
No hablaba en serio, siempre estuvo claro. ¿Cómo podían fiarse los venezolanos de alguien que, en absurdo irreparable, exigía respeto a su orden de ganar “como sea”? De manera que no es sólo la palabra presidencial la que ha acabado en entredicho. También la majestad a la cual ha reducido su cargo, su flojo talante democrático, su precaria armadura política, incluso su equilibrio emocional; en fin, su capacidad para dirigir los destinos de una nación en serios aprietos, en buena parte por razones achacables a él, y a todo lo que ha representado a lo largo de estos 16 desdichados, turbios y exasperantes años.
Bien pronto Maduro mandó al diablo su “compromiso” de respetar el veredicto. Conforme a su inestable temperamento, apenas Tibisay Lucena hizo el anuncio, tardío y a cuentagotas, como para que doliera menos, de la voluntad popular expresada en las urnas, el mandatario ocupó la pantalla para reconocer el “triunfo circunstancial” de la “guerra económica”.
Fue mezquino. El analfabeta de la democracia se mostró incapaz de leer mensaje tan obvio. Una victoria el 6D habría marcado su apoteosis, la consagración de un “sucesor” urgido de legitimidad, pero la derrota no le atañe. Lejos de mostrarse a tono con la hora histórica, la espesa serenidad inicial cedió paso, enseguida, a la reacción virulenta, pendenciera, de quien se supone por encima de las leyes y las instituciones. Falto de toda traza de humildad, en lugar de sentirse triste, abrumado, se muestra ofendido porque sus gobernados le testimoniaron su decepción. La palabra cambio encarnó en los venezolanos. En su espíritu bulle un íntimo anhelo de dar al traste con un funesto estado de cosas que no debe alargarse más. Y, aclárelo, por fin, el poder: ¿Qué pasó, acaso la soberanía sólo reside en el pueblo, tantas veces ensalzado, cuando es masa, cuando carece de rostro, cuando su voz es rumor indescifrable, cuando aplaude a rabiar y sólo hace bulto frente al engañoso arengante?
El país habló, por encima de la amenaza, de la manipulación, del ventajismo más insolente y delictual. La plana mayor de la revolución quedó desnuda, sin excusas, con sus indecencias expuestas. No es casual que la esperanza brillara con más vigor en los territorios avasallados por las emblemáticas figuras del desastre. En el populoso y hasta ayer impenetrable 23 de Enero, de Caracas, como en Guarena-Guatire, de Miranda, y en la parroquia Juan de Villegas, de Iribarren. En Aragua. ¡En Barinas! En Bolívar y Mérida la MUD dobló en votos al PSUV.
Que el Presidente tenga el descaro de recriminarles a los electores que son “unos egoístas”, que la elección que él mismo juró respetar fue una “estafa”, que ahora está “dudando” si construye viviendas porque aquellos que ahora viven bajo un techo dispuesto con recursos del Estado “guapacheaban” el 6D; adelantar la escogencia de los magistrados del TSJ, “entregar” el canal de televisión de la Asamblea, ANTV, a sus trabajadores, lo cual equivale a disponer de un bien público en beneficio de particulares; todos esos arrebatos e intemperancias si algo ratifican es que el pueblo votó bien, recobró su dignidad.
Los integrantes de la nueva Asamblea Nacional están obligados a actuar con mesura, sin traicionar en lo más mínimo la fe en ellos depositada.
2016 se avizora como un año difícil, en lo político, en lo social, en lo económico. Por ello cada paso debe ser medido, con prudencia y altura de miras, con el país por testigo. Es ahora cuando la Unidad debe ser ejercitada con más ahínco. Las provocaciones estarán a la orden del día. La tentación de disolver el parlamento en algún instante será acariciada por el despotismo. Aplicar la Ley Orgánica del Poder Popular, a objeto de colocar las comunas por encima de la representación que el propio pueblo se ha dado, estará allí latente.
No hay cultura democrática en quienes nos gobiernan. Es preciso tener en cuenta que el poder no sólo perdió una elección, también ha extraviado los estribos.