El derrumbe criminal de las Torres Gemelas de Nueva York en 2001, hijo del terrorismo deslocalizado, marca el fin del sistema mundial de los Estados forjado con la Paz de Westfalia (1648) y de su principio, hasta entonces intocable einexpugnable, de la soberanía nacional.
No expresa, cabe observarlo, la mera ineficacia del orden internacional establecido luego de 1945, a raíz de la Segunda Gran Guerra; ese que tras el dominio del “mal absoluto” y el Holocausto obliga a los arquitectos del tiempo posterior a reconocer la primacía de la dignidad de la persona, y la subordinación a ella de los fines del mismo Estado y del conjunto de los Estados.
Desde el fatídico 11 de septiembre, que siembra el miedo colectivo, las seguridades ciudadanas se relajan.Se forja la desconfianza hacia el extraño y los gobiernos, como en efecto ocurre, mudan en estructuras de represión a costa de la libertad. De la beligerancia leal entre Estados,según códigos de honor pactados, se pasa a la traicionera confrontación con éstos, por parte de la criminalidad sin rostro ni guarida.
Los Estados, las organizaciones multilaterales como la ONU, la OEA, la Unión Europea, o los remedos de última hora como la Unasur o la Celac, derivan en camisones apolillados. Acaso, si cabe el parangón más contemporáneo, restan como franquicias huérfanas de sentido y contenido. Están allí, aún, pero como utilerías de un tiempo ido que no regresará.
El predicado de Thomas Hobbes – el Estado cuyo fin como institución es la paz y la defensa de todos… evitando la discordia en el propio país y la hostilidad del extranjero” –ha cedido. Deja en la desnudez al pueblo, y en la plenitud del alba del siglo XXI. Los recientes y escandalosos hechos ocurridos recién en París, donde son acribillados centenares de viandantes o espectadores por sicarios de logias milenarias de extracción islámica y sin ciudades de adscripción, lo confirman cabalmente.
En lo adelante todo es y será distinto en el planeta. Mientras tanto, el anhelo de las gentes por una vuelta a la sociedad de la confianza será lo dominante y el eje alrededor del que encontrarán sus explicaciones los aconteceres de la política, en lo interno y en lo global.
Lo que hasta hace poco significan las fronteras como muros protectores del Leviatán– el animal artificial y artificioso que es el Estado moderno desde su forja – y delimitadoras del imperio de la ley, por si fuese poco también son desafiadas.Son desmontadaspor la realidad digital en boga y su aparataje comunicacional. Tanto que hasta son ineficaces para hacer valer censuras y/o acallar los ruidos de la muerte que se les avecina a las sociedades políticas que encierran.
En sus estertores, nuestras ciudades apenas reeditan la imagen de los puentes levadizos situados a las puertas de las comunas amuralladas del Medioevo, rodeadas de agua y montadas sobre recámaras subterráneas repletas de gladiadores al acecho. Así ocurre hoy en los puertos fronterizos de Estados Unidos y en los de Venezuela. Y así ocurrirá en lo sucesivo, qué duda cabe, en las alcabalas de la Europa que se ufana de carecer de fronteras.
Lo cierto es que el Gran Miedo que conocen los franceses como antesala de su revolución de libertades, en 1789, resucita. Y en el caso es el desenlace de un quiebre cultural sobrevenido en los predios del Viejo Mundo;desde cuando sus élites deciden cortarle sus raíces y prosternar hasta su identidad greco-latina y cristiana para jugar al relativismo, a la neutralidad espiritual, para no ofender a sus invasores de actualidad.
Europa busca ser tierra de todos y termina siendo tierra de nadie.Se ve anegada por mesnadas sin propósitos de integración. Evoca, su drama, la caída del Imperio Romano y la emergencia de espacios humanos inconexos que se repelen con la llegada de visigodos, suevos, ostrogodos, francos, bárbaros en suma, y paremos de contar.
Luego de la masacre del teatro Bataclan, los franceses se dicen decididos a sostener la normalidad. Ojalá. Mientras,su gobierno, en desasosiego, purga las madrigueras de ISIS como jugando a las escondidas.
El miedo -lo relata Jean Dolumeauen su obra sobre la ciudad sitiada – tiene la virtud de propulsar su remedio. A diferencia de la angustia y de la incertidumbre, que provocan conductas erráticas,aquella libera energías cuando tieneun objeto cierto a la vista.
Nicolás Maduro, el rey desnudo, desde Caracas amenaza a todos con la hoguera si pierde las elecciones. Causa miedo, pero no más incertidumbre. El pueblo sabe de la pasta que nutre a su revolución de cárteles, aliada del terrorismo deslocalizado. Y liberará, mediando el susto pero sabiendo de su causante, la arrolladora fuerza que impone el sentido animal de la supervivencia. Lo veremos el 6 de diciembre.
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