Uno de los términos favoritos del Gobierno, dada su naturaleza militar, es “control”. Los creadores del Socialismo del Siglo XXI llevan 17 años aferrados a la peregrina tesis según la cual todo puede y debe ser colocado bajo la égida del gobernante mediante una orden, al estilo de cómo se resuelven las cosas en el cuartel.
Para los desajustes que se observan en el mercado de las divisas, ahí estaba a la mano el control de cambio. ¿Se dispara la inflación?, control de los precios con eso. Proliferaron organismos orientados a regimentar la vida de la población. Ese prurito ideológico fue convertido paulatinamente en letra de ley. Nada en el país podría moverse sin la reglamentación oficial, sin el consentimiento de una burocracia inapelable, con licencia para la arbitrariedad. Nada sale de una fábrica sin que el Gran Hermano lo autorice. Cada gandola que se moviliza en las carreteras y trochas es controlada con su guía respectiva, hasta depositar su carga donde la voz de mando lo indique, a la espera de proceder a comercializarla conforme a las instrucciones. La misma suerte correrían instituciones tan sensibles a la democracia y su inmanente separación de poderes, como la administración de justicia y el parlamento. Y de allí, del mero control, a la confiscación generalizada, y sin garantías, de industrias y comercios, sólo había un paso. Y ese paso no tardó en ser dado, con su mortal efecto en la confianza, en la seguridad jurídica, en la inversión. En suma, en la salud económica y social de la patria.
A nadie, por tanto, podría extrañarle que esa infame receta diera lugar a este amargo revoltillo de fracasos. De ahí que al ansia de perpetuidad de quienes además se creen con derecho a expropiar conciencias y sueños, los condena ahora a acudir a una consulta electoral con las manos vacías de logros, sin oferta alguna que suene creíble en sus labios, sin más proyecto ni afán que la repetición de sus descalabros monumentales.
Mientras se aprestan durante estos días a desembarcar alimentos y enseres que permanecieron varias semanas depositados en los puertos hasta el instante aconsejado por el cálculo de quienes trafican con la miseria, hacen sufrir, otra vez, a los propietarios de locales en el Mercado Terepaima de Barquisimeto, especialmente a los carniceros, los rigores de la perversa e ilegal maniobra de obligarlos a vender sus productos por debajo del costo, con tal de fomentar la sensación de que las tropas de la Superintendencia de Precios Justos, con sus fiscales y milicias, están ganando una memorable escaramuza en la “guerra económica”.
No es una acción aislada. Según los reportes, semejante patraña usurpadora la replicaron en otras ciudades. Cuando los comerciantes se recuperaban de golpes asestados con anterioridad, se los vuelve a tomar como chivos expiatorios. Los ponen a financiar con sus inventarios una campaña proselitista, en algunos casos con riesgo de pérdida total. “En diciembre no habrá productos”, alerta Marilín Unda, presidenta de la Asociación de Carniceros del estado Lara. Los funcionarios ni siquiera cubrieron la formalidad de exigirles facturas. No respetaron el margen de 30% de ganancia prevista por la reformada Ley de Precios Justos, la cual prohibió el uso de etiquetas PVP, herramienta que antes se proclamó como algo que sólo era posible en socialismo.
Esto es así porque al cabo de cada desastre anunciado, una ilusión revolucionaria es suplantada por otra, o, peor aún, por la misma fantasía con nuevo rótulo. Primero el milagro lo haría Sundecoop, después Indepabis, más tarde Sundde y ahora la apresurada reforma a la Ley de Precios Justos. La promesa de someter el contrabando y acabar con el bachaqueo fue ejecutada con la misma eficiencia exhibida por el Gobierno en su amenaza de “torcerle el brazo” al dólar paralelo, así como también “agarró por los cuernos” al toro de la inflación, o abatió la inseguridad.
Entonces, ¿de cuál control hablan?, porque cada manotazo oficial en el área económica deja tras de sí una estela de improductividad y escasez más pronunciada. Y aplicar control sobre control es, simplemente, una aberración más, una trasgresora sobredosis de un mismo disparate.