Es sábado y salimos al encuentro de bucólicos pueblos, de gente sencilla, de familias con abuelas que arrullen a los nietos modulando suaves cantos de esperanzas. El camino es angosto y de cerradas curvas, a los lados altas montañas sostienen casi en equilibrio casitas frescas, limpias, con flores y niños. Desde lo alto se deslizan aguas de manantiales que hacen más grata la excursión.
Llegamos a un pueblo y en la entrada está un hombrecito flaco, nervioso, de roídas franela y chaqueta. Imitando a un fiscal de tránsito hace sonar un silbato y nos indica la calle principal. Pasamos y vemos casas de grandes ventanas y zaguanes; iglesia colonial, negocios de diversa mercancía, en especial: ruanas, abrigos, gorros. Sin embargo, algo nos llama la atención: las casas están solas, las calles solas, el pueblo totalmente quieto.
Nos acercamos al Cuartel de Policía en solicitud de información y tampoco hay nadie en ese recinto, ni policías, ni presos, nada. Enfrente está la Plaza Bolívar y allí el máximo héroe, con larga espada desenvainada, permanece vigilante en pose defensiva ante quienes pretenden imitar su inigualable grandeza.
Seguimos calle arriba y la soledad se hace mayor. A la izquierda una flecha indica el puesto de salud. Subimos por una callecita empinada, corta, y encontramos el mismo cuadro vacío: ni médicos, ni enfermeras, nadie. Sólo el viento en lo alto, sobre una hilera de sauces, rompe aquel silencio que nos llena de asombro.
Bajamos por otra calle y las casas siguen quietas y solitarias, No resistimos la tentación de entrar a una de ellas y así lo hacemos. Desde un amplio zaguán vemos un jardín lleno de flores brindando multicolor encanto; al fondo un tinajero destila tranquilidad. Pensamos que en esa casa deben vivir muchachas bonitas, de atractivos nombres, que van todos los domingos a misa. Sin embargo, ¡no hay nadie!
Salimos y al lado está una casa con balcón de madera donde funciona una biblioteca. En estrecho saloncito se alinean estantes llenos de libros, periódicos, revistas. Y más allá hay mesas, sillas, olor a historia. Un retrato de Mariano Picón Salas, sosteniendo entre manos su novela “Viaje al amanecer”, hace las veces de anfitrión. No sabemos si en ese momento el escritor merideño piensa en la audaz vecina, en la calle de la igualdad o en los claros pozos del Albarregas. Notamos, además, que sobresalen textos de otros autores venezolanos.
Enseguida, ante aquella insólita soledad, decidimos regresar y en la salida del pueblo vemos otra vez al hombrecito nervioso que nos recibió. Gesticula con sus manos indicando “alto”. Se acerca y adelantándose a nuestra palabra, en tono confidencial, nos dice:
-Oiga, todos se fueron pa’el pueblo vecino, detrás de un camión cava con alimentos. Allá está todita esa gente, haciendo colas, tratando de comprar algo…