Pasaron meses y no las veía sino volar de lejos. Es verdad que había dejado de subir cotidianamente a la terraza por motivos de salud, pero de vez en cuando lo hacía y nada. Ausencia. Las copas de los árboles desnudas o nutridas de verde, no parecían atraerlas. Tampoco aparecían esos gallitos anaranjados con que florecen los caobos de Santo Domingo, quizás el mayor atractivo para las aves porque algún dulzor deben guardar. Éstos tímidamente surgieron al comenzar octubre y hoy -tarde despejada de este mes, a las 5.45, el Ávila, con pincelazos dorados presidiéndola- ¡ellas volvieron!
Tres parejas de guacamayas azules y una de las rojas, casi simultáneamente, se precipitaron sobre la copa del caobo y la llenaron con sus colores y su graznido inversamente proporcional a la belleza de las plumas. Un noveno y retrasado, tal vez vástago distraído de una de las parejas, se incorporó al grupo, pero enseguida, como respondiendo a una orden perentoria, todas emprendieron su ruidosa partida. Algunas pasaron muy cerca de mi cabeza, brindándome la visión del brillante amarillo de sus cuerpos bajo la desplegada capa de sus azules. Tal vez no habían pasado ni cinco minutos. Fugaz reencuentro conmigo, pero intenso, regocijante y esperanzador: ¡volvieron!, como predecía Gustavo Alfonso Becquer con sus oscuras golondrinas No lo hacían desde que cortaron las jaras vecinas, sitio preferido de su reposo y su conversación, pues en sus ramas parecían intercambiar ideas para la noche venidera. ¿Volvieron por mí? No tengo esa pretensión, pero mi gran amigo, Rodolfo Izaguirre, diría que sí, pues un día galantemente escribió que yo no subía a la terraza a contemplar las guacamayas, sino que ellas venían para contemplarme a mí, la dama octogenaria. Menos mal que no aprendieron mi nombre, Rodolfo.
Y este regreso de arco iris plumoso me colma de esperanzas. Si han vuelto las guacamayas que alegran mi vista y mi espíritu, ¿por qué no han de volver otras añoranzas? Un país democrático, pujante de paz, de justicia y de progreso, donde la dignidad de la persona y el bien común sean el norte del gobierno. Un pueblo unido dentro de su diversidad de ideas, creencias y posiciones políticas, libre para expresarse, educarse, recrearse y abastecerse para sus necesidades básicas. Una nación capaz de ser feliz aun dentro de las adversidades, porque se sabe respaldada por un activo y honesto poder civil, más la presencia y paternal asistencia de Dios todopoderoso.
Venezuela necesita, debe, recuperarse. Como las guacamayas de mi terraza, volver a encontrarse a sí misma en las ramas revividas del gran árbol de la libertad que sembraron sus héroes. Hoy éste está casi seco, irreconocible, por el paso de los vándalos, pero el próximo 6 de diciembre, con nuestro voto, tenemos la oportunidad y el deber de inyectarle nueva vida.