La respuesta leída por César Miguel Rondón tras la advertencia de Conatel a su programa radial, tuvo el efecto de contagiarles a los venezolanos, en la emoción de su voz quebrada, el dejo de agitada tristeza que sus palabras no dejaron de traslucir, letra a letra, entre los suspiros y pausas que la perplejidad impone; pero también, y eso es lo verdaderamente trascendente, la corajuda dignidad con que asumiera la amenaza oficial.
No es que era de esperarse, pero lucía inminente. Cada mañana, al escuchar al sereno y respetado periodista, con invitados que sin estridencia desnudan el caos en el cual, a grandes y deplorables zancadas, ha devenido la nación, entre su vasta audiencia surge, con mortificación comprensible, un íntimo sobresalto: ¿Por cuánto tiempo más lo soportará la intolerancia cebada en el poder? Conforme a su estilo, alevoso y delator, la censura estaba agazapada entre los fingidos parapetos del órgano que lleva la mordaza como enseña, a la espera de una excusa, cualquiera, para saltar, salivosos los hocicos, sobre su presa, desprevenida y solitaria.
La ansiada ocasión quedó servida con los duros señalamientos del alcalde de Cúcuta, Donamaris Ramírez, a quien Rondón consultó por teléfono, abierto el micrófono, es decir, en vivo, sobre el curso de los acontecimientos en la frontera colombo-venezolana, tras los recientes acuerdos suscritos entre los gobiernos de Juan Manuel Santos y Nicolás Maduro.
El comunicado de la represión mediática sostiene que el delito del entrevistador fue su “vergonzoso silencio”, actitud que, según ha resuelto Conatel, por su cuenta, sin darle la oportunidad de ofrecer sus alegatos, “hace presumir su completa adhesión a las infamias proferidas”.
Contrario a todo resguardo legal, Conatel lo presume culpable. ¿Cómo castigar el silencio en un entarimado de focas que aplauden de pie, cómplices, cada una de las aberraciones más extravagantes, sólo porque las dicta quien supuestamente encarna “la patria”, y es, él solo, representación de “las instituciones” del Estado, o peor aún, el Estado mismo? ¿En qué apartado rincón ha quedado averiada la institución de la libertad de expresión del pensamiento, así mortalmente inhibida, pese a ser un valor universal e inmanente del sistema democrático? Tómese nota, pues, del precedente que ahora se pretende dejar sentado.
La justicia, que se supone ciega, ya no persigue y castiga únicamente la opinión, o el mensaje subliminal, o la disidencia, o la arenga capaz de sacudir la indiferencia social. Desde el poder se nos ha mandado a decir que también se entra en grave falta cuando se mantiene la boca cerrada. Todo lo que el reo calla puede ser usado en su contra.
Ya se sabe que los canales de televisión bajo control del Gobierno tienen escasa audiencia. Al parecer los funcionarios de Conatel tampoco los ven, porque ojalá fuera el silencio cuanto imperara en esos aparatos de propaganda oficial y no la alegre sarta de calumnias, montajes, infundios a granel y acusaciones de laboratorio, sin contrastación; sin conceder, jamás, derecho a réplica; sin las pruebas que, él sí, debió arrancar César Miguel Rondón al alcalde de Cúcuta.
El propio comunicado de Conatel llama mexicano-venezolano a quien, según la Constitución Bolivariana, es venezolano por nacimiento. Fue el primero de tres hermanos concebidos en México, a la sazón, puesto que su padre, César Rondón Lovera, también periodista, escritor y político, era perseguido por la dictadura de entonces, la de Pérez Jiménez.
Vino al mundo en suelo azteca por un azar del exilio, como se busca someterlo ahora a otro, el del silencio, el de ser sacado del aire. “Tiempos absurdos, crueles, oscuros, injustos y miserables”, ha musitado otro de aquellos a quienes la autocracia, al procurar intimidarlos, los dota, por lo contrario, de una voz más vigorosa y convincente.
“Perdonen la tristeza”, recita Rondón, junto con César Vallejo. Décadas atrás, un exiliado sempiterno, el novelista y periodista austriaco de origen judío, Joseph Roth, a quien el nazismo le pisaba los talones y se desencantó del socialismo al visitar la Unión Soviética, describiría así su personal tribulación: “No tengo patria, sólo me tengo a mí mismo, y ahí me siento como en casa”.
César Miguel Rondón es más afortunado. Su nacionalidad venezolana es honra compartida por millones de compatriotas suyos. Es un compromiso telúrico, un vínculo de querencias y de ciudadanía indisoluble.
Se tiene a usted mismo, César Miguel, y tiene a tantos, desterrados en este silencio ensordecedor. Como el viejo Roth, siéntase en casa, la mejor que tenemos, a la espera de tiempos mejores.