Hubo un tiempo en Venezuela, no tan lejano que solamente pueda recrearse leyendo historia, ni tan cercano que pueda recordarse abriendo archivos de wasap, feibu o tuiter, en el cual la decencia era una norma cotidiana de conducta observable en absolutamente todos los estratos sociales.
Por ejemplo si un niño, del hogar más pobre que pudiéramos encontrar, llegaba a casa con una moneda o un regalo que no pudiera justificar con absoluta claridad era merecedor de unos correazos o una fuerte reprimenda verbal, según el nivel de formación socioeducativo de sus padres. En caso que fuera un regalo lo agarraban de la mano y lo llevaban casi a rastras frente al donante para que confirmara y explicara el por qué del obsequio y de no haber justificación honorable de por medio el regalo era devuelto. No valía para nada la explicación de “me lo encontré en la calle” porque ello “daba que pensar” y ante la duda la moneda o el objeto iba a parar a la iglesia como ofrenda de un desconocido.
En aquellos tiempos, con muchos protagonistas y testigos vivos y activos, a los tios, padrinos, abuelos y por extensión a familiares cercanos de mayor edad, los niños les pedían la bendición con las manos unidas y con una genuflexión. No se conocían expresiones como “pure”, “mayora”, “caduco”, “aporreado” ni palabras más nuevas con las cuales llamar a personas de la tercera edad. Si algún niño venia de la escuela con quejas inmediatamente era llevado a presencia del maestro o la maestra para saber de su mal comportamiento y aplicarle sanciones hogareñas por las faltas escolares. Los educadores eran figuras de máximo respeto en la comunidad y en muchos casos recibían autorización de los padres para sancionarlos con medidas disciplinarias, la más usual darle con una regla sobre las palmas de las manos.
Los policías, los funcionarios de correo, servicio de agua y luz eran autoridades que infundían respeto y los muchachos al verlos pasar dejaban de jugar y asumían una compostura adusta como señal de acatamiento cívico ante su investidura. Pero donde se concentraba la admiración y el respeto casi reverencial era en los jueces. Un juez era la personificación de la dignidad y la sabiduría, era la persona cuya autoridad legal y moral se colocaba en los altares de los orgullos ciudadano.
Aunque los chamos no lo crean así era Venezuela hace algunas décadas, tiempo cuando las calles, las plazas y los parques era lugares donde compartían ciudadanos de todas las edades y diferentes posiciones sociales y económicas. Momentos cuando las diferencias políticas se solventaban con debates donde la inteligencia y los argumentos decidían al ganador de la confrontación y donde los insultos eran castigados con el rechazo colectivo y el retiro de los apoyos electorales.
Aunque los chamos no lo crean en ese país nadie hacia colas en los mercados e incluso había reparto a domicilio. Un ama de casa llamaba al abasto y de allí le enviaban en una bicicleta todos los productos que necesitaba, el repartidor se los colocaba en la cocina y el pago podía ser en efectivo o a crédito.
Aunque los chamos no lo crean quienes tenemos más de 50, 60, 70, 80 años, vivimos en una Venezuela Bonita y en nombre de ese país que disfrutamos estamos con la juventud que quiere un cambio afincado en la tolerancia y los valores cívicos que un día tuvimos.