Para sintonizarse con la frecuencia de un país, con la vibración de lo que comunica, con la fibra de lo que siente, hay que encararse con los ojos de la Nación, colocarlos frente a sí, para percatarnos de su estado anímico, de su alegría o desesperanza. Éste es un ejercicio necesario para cualquier persona investida de autoridad en cualquier país. Mirar a los ojos de la Nación es necesario para bien conducirla, para orientarla, para conocer sus necesidades y muy en especial, para saber cómo las siente. El que actúa sin ver los ojos de la Nación está prescindiendo no sólo de su percepción y opinión, sino de su presencia. Está actuando como individuo, negando por la vía de los hechos lo que en delegación le corresponde representar.
A pesar de ello se habla en nombre del pueblo y el pueblo ausente. ¿Con quién baila entonces el gobernante? Con cualquier cosa menos con la Nación. Ésta está sentada, expectante, con el triste medallero de todos sus hijos colgados del cuello, desfile tras desfile, parada tras parada, siendo mera espectadora de su deterioro multiforme, de su acelerada entropía hacia ningún sitio, hacia ningún lugar. Sus dirigentes extraviaron el rumbo, si es que en algún momento tuvieron alguno y la Nación, sin cabeza que la dirija en un plan hacia el progreso, ve marchitar aceleradamente todas sus vidas, perdiendo una y otra vez el tren hacia el desarrollo, incapaz de hacerle una estación en sus dominios para montarse en él y cambiar su destino.
En algún momento creyó, ilusa enamorada, en el encantador de serpientes que resultó ser su galán de turno. Le hizo creer que su historia sirvió realmente para algo y ella estaba allí para apoyarle. Vana ilusión. Más temprano que tarde se disiparían sus esperanzas, porque, aun los más febriles creyentes del proyecto fueron blanco del desengaño.
Las vanguardias y las élites terminan superando en su depredación a las élites que sustituyeron. A eso se reducen las conquistas sociales de los abanderados sociales .Esa es la lección más clara del poder. Igual que el virus de la influenza, es capaz de mutar para, en el fondo, hacer más daño que la epidemia anterior.
¿Se podrá construir algo distinto de los escombros de la casa de la Nación, patéticamente en ruinas, con sus hijos más jóvenes aventados a la diáspora incierta de la ciudadanía marginal que le aguarda en el extranjero?
La Nación está cansada, obstinada de hacer colas y de bachaquear, está harta de empobrecerse a cada segundo. Los ojos de la Nación están irritados y trasnochados, transidos de derramar sangre, sudor y lágrimas, viendo como el hampón armado por la omisión de la Ley, termina llevándose no sólo sus bienes y alimentos, secuestrando sus oportunidades, sino también lo que le queda de vida. Para enmendar y acertar en tus acciones, es preciso gobernante que revises tus creencias mirando de frente los ojos de la Nación.