#Editorial «A ver si esta vez hacemos algo»

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Guatemala acaba de ofrecerle al mundo, y especialmente a Venezuela, una lección que no debe pasar inadvertida. Luego de una dolorosa guerra de 36 años, entre 2004 y 2007 su economía creció a un promedio anual de 4.2%, curva que si luego se desaceleró fue a causa de la crisis financiera global, seguida en los años 2010 y 2011 por una serie de desastres naturales.

A la par de la economía, la democracia también recupera espacios desde la firma de los Acuerdos de Paz, en 1996, proceso que alentó el
fortalecimiento de las instituciones. Persisten en la nación centroamericana, es cierto, terribles signos de pobreza y desigualdad social: en 147 de los 334 municipios, ocho de cada diez personas viven en la miseria. Sin embargo está claro que, en cuanto atañe a la sociedad civil, la decisión de no retornar a etapas ya superadas había sido tomada.

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Así, cuando se evidencian signos de corrupción administrativa y descomposición social que tienen su fuente en la cúpula del poder, no
tardan en aparecer brotes dispersos y anónimos de indignación que encontraron cauce en una arrolladora expresión de ciudadanía. Había
quedado al descubierto un fraude aduanero cuyos hilos eran movidos por el secretario privado de la vicepresidenta, un sujeto que a falta
de currículo exhibe prontuario, al punto de que lo apodan “El Robacarros”.

En Guatemala no se cruzaron de brazos a la espera de que la OEA llegara a salvarlos, ni que la comunidad internacional se conmoviera.
Cuando Lucía Mendizábal, una empresaria de bienes raíces apenas reconocible, colgó en su cuenta de Facebook la frase: “A ver si esta vez hacemos algo”, lejos estaba de imaginar que aquella tímida y solitaria incitación a expresar el descontento se haría viral, hasta llamar la atención de los medios de comunicación, y desatar una ola de protestas, pacíficas pero decididas a producir un cambio significativo.
¿El lema?, uno imperativo y simple que aquí, en Venezuela, fue objeto de burlas hasta dentro de la propia oposición: “Renuncia ya”. ¿Para qué pedir algo que el poder no está dispuesto a dar?, se dijo entre nosotros hasta el cansancio. Sin embargo, allá surtió efecto, lo cual demuestra que no hay recetas. La diferencia, como siempre, la hace la actitud.

Cuando en mayo la vicepresidenta, Roxanna Baldetti, se vio forzada a dejar su cargo, el presidente, Otto Pérez Molina, pretendió restarle
trascendencia a ese hecho, y eludir su propia responsabilidad. Dijo que se trataba de una decisión personal por parte de una funcionaria que
sólo deseaba contribuir al debido proceso. Gente de la clase media, jóvenes, trabajadores, campesinos, empresarios,
mantuvieron encendida la chispa de la presión social, mediante concentraciones en plazas, convocadas a través de las redes sociales.
Ahora el lema era: “Justicia ya”. Evitaban que alguien asumiera el liderazgo, para imprimirle a aquel movimiento brotado de la nada un
sentido colectivo de indignación y de esperanza en las posibilidades de producir la rectificación deseada. “Dieron al país una alegría que ya no existía”, llegó a expresar Valerie Julliand, comisionada de la ONU en Guatemala.

Eso inspiró a las instituciones a actuar. Fue un resorte moral que se volvió implacable con la asistencia de una fiscalía especial. El juez Iván Velásquez acusó a mediados de agosto a Pérez Molina, abandonado por sus más inmediatos colaboradores tan pronto entró en desgracia, de ser el auténtico cabecilla de la mafiosa red. Las pruebas incluían más de 89.000 escuchas telefónicas, miles de correos y papeles recabados en 17 allanamientos. Bajo los cargos de asociación ilícita, cohecho pasivo y defraudación aduanera, fue enviado a prisión, mientras el país acudía este domingo a las urnas electorales, con un claro mensaje para el Gobierno que habrá de surgir de esa consulta: La tolerancia se acabó.

En Venezuela hay razones de peso para intentar una parodia de la frase de Lucía Mendizábal, que lo inició todo en Guatemala: “A ver si esta
vez hacemos algo”.

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