Colas de cansancio y desesperanza (Crónica)

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Los rostros de la gente,  quizá el cansancio,  la desesperanza, no sé,  son varias las razones que se notan en sus caras cuando esperan en una cola. Sus pies y sus piernas no aguantan otras tres y hasta cinco horas de cola para comprar un paquete de pañales o un kilo de leche. Son rostros cansados de tanta fila, de brazos marcados, de gritos y alborotos que retumban en medio de un cansancio que da paso a la desesperanza,  la frustración y la indignación, esa misma que  se instalan en ellos como alguien que llega a casa, y sin permiso se queda.

Los niños son los que peor la llevan. El cansancio y el fastidio, sol, hambre, calor son solo parte del panorama que deben aguantar en una situación que le es completamente ajena, los pequeños no entienden porqué mamá, papá, y hasta ellos mismos deben padecer esto en vez de estar jugando o en la escuela. Los psicólogos aseguran que esta situación va formando un carácter sumiso y violento en los reyes de la casa si no se trata correctamente y a tiempo.

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Estudios han señalado que los venezolanos pasamos entre cinco y ocho horas semanales en una fila para comprar productos regulados, eso equivale a una jornada de trabajo o al tiempo que ni siquiera en un  mes nos tomamos para llevar a nuestros hijos al parque o a jugar.

En esta situación cualquier cosa es válida para taparse del inclemente sol y cualquier espacio suficiente para descansar sus extremidades ¿qué pensarán?… me pregunto. Muchos conversan entre sí de la crisis, de la situación otros se encierran en sí mismos y bajo unos audífonos tratan de aislarse para no escuchar las mismas quejas de siempre, y aunque se han instalado controles por terminales de cédula y captahuellas,  no sirvieron de nada porque los bachaqueros siguen haciendo metástasis en la agónica economía nacional.

Se escuchan quejas desde el principio de la cola, la gente viene con cuentos,  que si hay esto, que se acabaron los números que sí hay un desastre  en la entrada, y la autoridad debió intervenir. La violencia y la agresión se apodera de las personas, sin que éstos logren  controlarlo. Mientras los trabajadores y gerentes del supermercado no se calan un pleito más,  un insulto más,  por su decisión de cerrar las santamarias, o simplemente porque los productos que llegaron no son suficientes.

45 minutos después avanza la fila y sus rostros cambian el tono, «al menos ya caminó» dicen algunos mientras otros manifiestan su descontento «no deberíamos estar en esto», dicen. Lo peor del caso es la incertidumbre, cada uno se pregunta si en el lugar donde están en la cola alcanzarán los productos o cuando lleguen a la puerta les digan que  se acabó, y lo más probable eso genere otra ola de furia,  de rabia, de frustración.

He escuchado  que solo el hambre hace despertar a un pueblo dormido, pero en nuestro caso  uno se pregunta  ¿estaremos dormidos?  ¿nos dieron una buena dosis de tranquilizante colectivo?  o simplemente nos acostumbramos a estar uno detrás de otro por horas y horas mendigando un producto básico a precio razonable que debería estar garantizado por quienes gobiernan tal y como lo establece la Constitución, pero esa es otra coyuntura, otro tema.

Cuatro horas y media después, la larguísima cola se deshizo, las personas se esfumaron porque «se acabó todo». La impotencia se planta en mí por el tiempo perdido, y por salir del lugar con las manos vacías, prometiéndome que jamás vuelvo a hacer esa gracia, de perderme la vida en una cola, sin garantía de que podré comprar algo de lo que esperaba conseguir.

Lo cierto del caso es que mientras transitamos uno detrás de otro, perdemos tiempo en nuestras vidas que deberíamos aprovechar para ser productivos, ciudadanos de bien, con deberes y derechos que cumplir, dedicados a nuestras familias, y no hundirnos cada hora perdida en una cola, en la frustración, en la violencia, en la desesperación, que como sociedad vivimos constantemente.

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