Regreso a Caracas luego de presentar el reciente libro de nuestro dilecto amigo Juan Miguel Matheus, abogado magna cum laude con estudios avanzados en la Universidad de Navarra y Visitante de George Washington University. Llega en una hora oportuna. Y lo es por lo aciaga en la vida actual de Venezuela y en una circunstancia agonal que, como lo refiere Elías Pino Iturrieta, el prologuista, acusa la “indigencia de los líderes en materia de pensamiento”.
Diría yo que sobran los aspirantes de caudillo y hay raudales de candidatos. Pero los liderazgos que hacen historia buena y sobreponen la razón de las ideas en su diálogo con las realidades por sobre la opresión de la arbitrariedad y sus espadas, yacen en el cementerio o son silenciados por la complicidad.
Juan Miguel, pues, es rara avis en el panorama nacional. Tras de él o junto a él aparecen las luces de los muchos Diógenes dispuestos a encontrar el vellocino de nuestra perdida raíz ética nacional para reconstruirla; y para que nos permita, otra vez, transitar el éxodo vital en pos de otra sociedad regenerada, cuyo centro y finalidad sea la dignidad inmanente e inalienable de nuestros conciudadanos.
La generación de 1928 hizo de la democracia civil y de partidos su mito movilizador en un momento de absoluta oscuridad para la república. Con el sembró una esperanza cierta, sobre la resignación. Y como no se trata de reinventar en falso, cabe no disimular la realidad, que eso lo entendieron los repúblicos de 1958.
Vivimos hoy algo peor que un régimen comunista. Hemos perdido las certezas. La despersonalización es un hábito. Hemos congelado nuestras dignidades haciéndolas inútiles, a la espera de una buena nueva que nos llegue en una cadena de televisión del Estado, por boca de nuestros carceleros de la ciudadanía, llámense Nicolás, apellídense Cabellos.
El título de la obra de Juan Miguel, Ganar la República civil, plantea un verdadero desafío. Es una interpelación a la conciencia de esa ciudadanía que ha dejado de ser o acaso medra prisionera en la cárcel del Estado y que, en el momento mismo en que el Estado o la organización pública agoniza y hasta quiebra moralmente por circunstancias que nos son propias y también ajenas, opta por volverse amasijo de desheredados guiados por el instinto animal de la supervivencia. De allí que el reclamo de Matheus, quien aspira ser diputado, a la par de ser – uso las palabras de Papa Francisco – un llamado para que hagamos memoria de nuestras raíces, captemos la realidad de presente sin destilarla, y tengamos coraje ante el futuro, encuentre como su sede a la Valencia constitucional.
Valencia es ciudad constitucional. Es el asiento de privilegio en el que se refugia el último vestigio de nuestra república civil a su caída en 1812. En ella adquiere fisonomía propia la República de Venezuela en 1830, al término de la Gran Colombia, y se hace civil y liberal a manos, extrañamente, de un hombre de uniforme, José Antonio Páez. Y es Valencia, luego, la partera de la Constitución de 1858, que nace sobre las cenizas de la deriva pretoriana de los hermanos Monagas; cuya dinastía le tuerce otra vez el rumbo a la Venezuela civil y prosterna la moral y las luces. Cierra con sangre al parlamento, no lo olvidemos, antes de que ahora el Teniente Cabello use a sus huestes para golpear a mujeres parlamentarias y dirija la asamblea como un pelotón de soldados eunucos.
Ganar la República civil es entonces un llamado a la tarea concertada como en los conciertos, bajo diálogo musical y armónico e indelegable; tarea de la que nadie puede zafarse a menos que, como lo dice Matheus, carezca de “piedad patriótica”.
No basta, sin embargo, el voluntarismo. Es indispensable realizar una labor de enaltecimiento de la política, posible cuando se afinca en una narrativa moral compartida, en una cosmovisión que al tener como propósito el rescate de la “unión de los afectos” perdidos y que le dan consistencia a la idea de la patria – vuelvo al pensamiento del entonces Cardenal Bergoglio – nos permita a los venezolanos recuperar la memoria: “Un pueblo que no tiene memoria de sus raíces y que vive importando programas de supervivencia” pierde su identidad; a la vez se atomiza y fragmenta por incapaz de comprender su propia realidad, viéndose obligado a la huida del compromiso, a su instalación en el centro para alcanzar la quietud que no le llega, y jugar a las medianías, al sincretismo de laboratorio, perdiendo el coraje ante el futuro y haciéndose, de suyo, “sumiso de los poderes de turno”. Se vuelve el pueblo, así, amasijo inerte, sin creatividad ni diversidad.
Pero 6 de diciembre, como lo veo, será un punto de quiebre para la barbarie. Los Santos Luzardo inundarán nuestra maltratada geografía.