Un experimento político-social poco recordado es la comuna «socialista apostólica» que estableció el predicador comunista James Jones en Jonestown, Guyana, que concluyó en noviembre 1978 con el suicidio-asesinato de casi mil fanáticos, la mayoría envenenados con un potente barbitúrico mezclado en popular bebida instantánea.
Desde allí se suele decir que quienes sinceramente se creen doctrinas descabelladas «beben su propio Kool Aid».
Dos experiencias rojas del Caribe indican que la gente llega al llamado «comunismo» por dos vías fundamentales: La una es idealismo (o por soberbia, creyendo igualar al Creador), pretendiendo una utopía y «hombres nuevos» en un mundo intrínsecamente imperfecto.
La otra vía es el resentimiento social, la envidia, y un odio visceral que en algunos casos llega a grados demenciales.
Quienes se hacen comunistas por soñadores y luego comprueban que no funciona suelen tener una crisis de fe, abjuran la doctrina y con frecuencia pasan a estar entre sus más fervientes opositores. Sin embargo, los que lo hacen por envidia y resentimientos personales renuevan su fervor «ideológico» cada vez que confrontan el espejo -porque el odio que los calcina es fundamentalmente contra sí mismos y lo que jamás serán, llámense rojos, verdes o morados.
El arrogante puñado que se empecina en un comprobado y colosal fracaso suele combinar soberbia con odio, como el genocida camboyano Pol Pot y su contraparte latinoamericana, el sádico homicida Ernesto Guevara.
Seguir siendo genuino comunista después de toda una experiencia planetaria no exige estar completamente loco, pero ayuda mucho estar bastante desquiciado.
En Venezuela apenas se conoce ese Kool Aid ideológico que lleva a dar la vida por una doctrina. Un ex ministro (formado por cierto en Moscú) del occiso mandatario, comentaba recientemente que los verdaderos creyentes rojos son muy «rara avis» dentro del régimen. Muy pocos que aquí corean consignas ñángaras saben siquiera lo que es «Das Kapital».
El talón de Aquiles del llamado «socialismo del siglo XXI» es la calaña moral de una nueva clase que desenmascaró Milovan Djilas – y que en estas latitudes se parece a los notorios «traketos» colombianos en su falta de ética, oportunismo mercenario y en el ostentoso tufo a nuevos ricos.
Con semejante elenco: ¿Cuánto más podrán tolerar los nuevos dueños de la gran piñata que un puñado de locos resentidos arruine su recién vestida prosperidad? ¿Cuánto falta para que se comiencen a destazar los unos con los otros? Como dice un viejo refrán inglés: No existe honor entre ladrones.