El día amaneció con todas esas características propias de esos días que tú, amor mío, calificabas de “días grises”. Una calma manifiesta de estática inmovilidad; temperatura baja como para que el organismo se muera de frío. Una neblinosidad que sin posarse directamente en ninguna parte, como se suele observar sobre las montañas, que amanecen como arropadas con sobre todo blanco y ligero. De modo que cuando caminamos por sus pendientes, nos sentimos cubiertos de tanta blancura. Ante la vista pareciera que llevásemos colocados unos anteojos semitransparentes. En todo caso, la neblina se manifiesta como una blanca sombrilla. Andamos debajo de ella. No hay cielo, el azul igualmente ahora es blanco. Persiste, de modo latente, amenaza de lluvia; el organismo así nos lo manifiesta. Pero el agua no se descuelga a modo de aguacero o de lluvia. El espacio se satura de imperceptibles y transparentes perlitas líquidas.
El Sol, ¡el buen Sol! De saludable energía, ha sido desplazado. La admirable atmósfera, estropeada por tanta basura: humo, gases, hollín, que se resiste a integrarlos, se duele de tanta crueldad. Una amenaza para la vida.
En los días que tú, amor, calificabas de grises, el Sol no sólo se ha ido de paseo, sino que no se le permite ni su curiosidad por asomarse.
Toda la faz de nuestro medio se ha vestido de gris.
Reseñamos estos días porque son días muy especiales; tú, amor, amabas los días claros, soleados, repletos de esa brillantés que la luminosidad fotónica proporciona con la entrega de la energía recibida por nuestra vapuleada atmósfera. Los días grises, como tú los llamabas, son como joyas naturales expuestos en la vitrina libre de la naturaleza. Son días nada comunes en el conjunto que desgrana nuestra incomprendida Tierra en su órbita solar.
Cuando el día se presenta con ese gris característico, entonces tú te refugiabas en la cama y te enchubiscabas debajo de la manta que generosa te obsequiaba el calor de su lana.
Este día del año que transcurre no ha dejado de ser gris. El Sol siempre pendiente de alguna oportunidad, en éste, por ejemplo, hizo su jugarreta. La niebla muy apresurada, movía su blancura como ayudada por alguna imperceptible brisa. Una debilidad de la neblina permitió que el Sol, en un pequeño y desneblinado lugar, se colara. Pero fue un Sol pálido, sin brillantez, sin su candente color, frío si se admite. Pero, de inmediato, la neblina con obstinada diligencia, se corrió y ocultó lo que para el Sol, sólo había sido una simple jugarreta.