La inseguridad, en todas sus macabras expresiones (personal, social, jurídica), es uno de los dramas que con mayor crueldad golpea al venezolano de hoy.
Es un estado de cosas que perfora con sus dardos criminales los espacios, cada intersticio de la existencia. Un asalto que, bien en carne propia o en la experiencia de tantos que ya ningún grupo familiar escapa, ha alterado con sus mortales ultrajes los hábitos, el modo de relacionarnos. Ha sembrado una paranoia colectiva, sin horario ni fronteras. Nos acelera el pulso cuando al aventurarnos en una acera, desierta o atestada de gente, alguien se nos acerca por detrás. En ese atroz mercado del susto, un celular, o un par de zapatos deportivos, tiene tasado un precio superior al de la propia vida. Opera un toque de queda no declarado, pero obvio, puntual, paralizante. Cada paso coronado en la calle es un triunfo ante el acecho. En el ronroneo del escape de una moto se adivina llegada la hora fatal. Esas mismas túnicas de terror visten el íntimo sobresalto de mil vértigos que le impide a la madre conciliar el sueño cuando uno de sus hijos tarda en llegar, apenas cae la noche.
Pero es la sempiterna conducta del Gobierno cuanto más desalienta. Un régimen que actúa sin controles, ajeno a los contrapesos institucionales que las democracias suelen disponer, cuya autoridad, arrogante y temeraria, se basa en el empleo de la fuerza, en su vocación arbitraria, militarista, dado como es a convertir cada uno de sus amagos y muecas en una batalla, en un hito histórico, se muestra, en cambio, escandalosa y sospechosamente débil, frente al hampa. No ha sido capaz de someter ni siquiera a los pranes, ya en las cárceles. Alguna vez la vocería oficial, insensible, se atrevió a reducir el problema de la inseguridad a una mera “sensación”, una representación artificiosa generada por los medios de comunicación social. Es, además, un tema vetado en el escenario natural para dar ese debate: la Asamblea Nacional. Y de tanto en tanto, sobre todo cuando algún suceso sangriento estremece a la opinión pública, por la notoriedad de la víctima, lo reconoce, los labios oficiales se resignan a nombrarlo. El gesto siguiente es, de continuo, anunciarle al país, solemnemente, que, ahora sí, se encargará del asunto. Todo está listo, proclaman, para agarrar a ese toro por los cuernos. La historia es harto conocida: 24 planes de seguridad sepultados por el fracaso, uno tras otro. Lo prueba que Venezuela sea, ahora, el segundo país con más homicidios en el mundo, después de Honduras. La fiscal general, Luisa Ortega Díaz, no tuvo más remedio que admitir esas rojas cifras durante su embarazosa comparecencia, en Ginebra, ante el Comité de Derechos Humanos de la ONU.
La novedad, el último grito de la acción del Gobierno, es la Operación Liberación del Pueblo (OLP), que rememora, por sus siglas, no se sabe si adrede o no, a aquel movimiento paramilitar creado en Jerusalén para la liberación de Palestina. Su estreno en la Cota 905 en Caracas, el mes pasado, no pudo ser más siniestro. Los relatos que, pese al miedo, fueron dados a conocer, describen a un terror, el de los grupos hamponiles, aplastado por otro terror. Otro espanto. Un allanamiento masivo de viviendas, con detenciones indiscriminadas, ilegales, y la sustracción de pertenencias. Una señora aseguró haber visto cómo a una mujer con siete meses de embarazo la golpeaban por la espalda los uniformados. El trauma de los niños es otro capítulo doloroso. Sin escarmiento, la experiencia acaba de ser replicada en Lara, en Las Sábilas y en el urbanismo Alí Primera. 1.600 funcionarios llegaron, apagón de por medio, para forzar rejas, tumbar paredes y, otra vez, cargar, conforme a los testimonios, con la propiedad aún no arrebatada por las pandillas que los azotan. No encontraron a los delincuentes que buscaban. Muchas casas estaban vacías. Decomisaron dos armas de fabricación rudimentaria. En fin, un magro resultado, una aparatosa operación que, al decir de Provea, no pasa de ser una “razzia contra los pobres”.
En tanto, la tragedia nuestra de todos los días prosigue campante su curso, y nos muestra sus afilados dientes. Lo supieron, precozmente, los 40 niños del plan vacacional asaltados en un tramo carretero de Yaracuy, cuando regresaban a Barquisimeto desde Valencia. Nos lo dice, con crudeza, el video que circulara por las redes sociales, a falta de televisora que se atreviera, en que se ve a cinco policías de Maracay dedicados al deleite de ajusticiar a un presunto delincuente. Y se vuelve impune desgracia que a nadie, como sociedad, escapa, el caso de la mujer encontrada descuartizada en Chacaíto, funesto hecho en el cual se señala como presuntos responsables a dos “patriotas cooperantes”.
Tiempos negros los que nos toca padecer, quién lo pone en duda.