En esta oportunidad, no me refiero a problemas en el asfaltado de la ciudad (aunque también es una realidad). En lugar de eso, me gustaría escribir acerca de los obstáculos, las cuestas verticalmente empinadas, las zanjas y los trechos pedregosos que minan el camino del venezolano, al momento de trazarse una meta e intentar lograrla.
Metas, de las más sencillas a las más elaboradas. Entrar a un establecimiento a comprar un jugo y encontrarse con el sitio abarrotado de gente y una cola de una hora o más, para poder pagar (si es que se consigue dicho producto). Necesitar un repuesto para el automóvil y embarcarse en la odisea de encontrarlo, además de su alto precio. Requerir un medicamento y verse obligado a hacer campaña entre familiares, amigos y a través de las redes sociales, con la esperanza de encontrarlo. Estudiar una carrera en una universidad pública, la cual tiene mínimo presupuesto y equipos obsoletos, lo cual incide en la calidad de la educación. Ni hablar de pensar en tomar unas vacaciones, comprar un carro o una vivienda, o criar a un hijo con todo lo necesario para su bienestar.
Actividades que en otros países del mundo, forman parte de lo rutinario o lo estándar. Querer vivir mejor, gracias al trabajo duro y a los méritos propios, es algo lógico y que todos quisiéramos. Pero en vez de pavimentar el camino, el gobierno venezolano se ha encargado de plagarlo de inconvenientes de todo tipo, convirtiendo la cotidianidad en una constante lucha por la supervivencia. El ciudadano ya no conoce la tranquilidad, sino que cada día trae consigo nuevas incertidumbres que enfrentar.
No quiero caer en el pesimismo. Mi intención es precisamente lo opuesto. Quiero recordar que no tenemos por qué vivir de esta manera tan turbulenta. Que Venezuela puede ser una nación con gente repleta de esperanza y más aún, certeza ante un futuro que se vislumbre prometedor. Los baches del camino están ahí, pero mientras tanto, nuestra humanidad y valores también deben estarlo.