Sea cual fuere el extremo que consideremos el encarnado por la fragilidad de la oposición venezolana o el encarnado por la contundencia temperamental con que actúa Nicolás Maduro, la desmesura sigue siendo el rasgo distintivo de la política en nuestro país. La impotencia antagónica por un lado y la autoestima desenfrenada por el otro, no significan ciertamente lo mismo. Pero son, en lo que hace a los intereses superiores de la nación, defectos profundamente complementarios. Al abismarse en la extrema debilidad o en la soberbia de la autosuficiencia ejercida en los más altos niveles del Estado, arriesga el logro de lo indispensable: hacer posible una vida democrática.
Cuando la osadía personal con que procede un gobernante está al servicio de estos objetivos, bien merece llamarse coraje cívico. Cuando, en cambio, la osadía personal rinde tributos al anhelo insaciable de concentrar poder en las propias manos, esa osadía personal no pasa de ser la expresión de un carácter autoritario. Nadie puede negarlo: Nicolás Maduro hace un culto de la guapeza. Ignora que su investidura, republicanamente entendida, le exigiría no homologar lo indispensable para el país con los procedimientos que le dicta su temperamento, inspirado por una indisimulable ambición de poder.
Las consecuencias de esta penosa sinonimia pueden advertirse en la sociedad.
El culto al coraje ejercido desde las máximas instancias del poder público y siempre a expensas del poder de las armas se irradia fatalmente sobre la sociedad como una invitación a subestimar las reglas concibiéndolas como lo que debe ceder ante la resuelta embestida del deseo personal. Las reglas, entonces, pasan a hacer la del más fuerte. La transgresión empieza a perfilarse poco a poco como norma y ésta, a su vez, como un requerimiento que deberá ajustarse a las disposiciones dictadas por la prevalencia del coraje personal. La Venezuela de hoy parece estar subordinada a esta fascinación por despliegue de la guapeza como recurso político dominante. Guapo será de este modo, quien sepa imponer lo suyo sin supeditar su deseo o nada que pueda acotarlo, y ello, tras haber extirpado del horizonte de sus necesidades toda valoración del diálogo, del disenso, del consenso, de la autocrítica.
Con su estilo de gobierno, Nicolás Maduro, está diciendo a los venezolanos que el acatamiento de la división de poderes no conducirá al país hacia donde debe ir. Nada de lo que pueda restringir su concentración de poder y el carácter indiscutible de su hegemonía reviste para él, otro valor que el de un siniestro propósito de impedirle el ejercicio de sus derechos constitucionales.
Maduro obra a lo guapo y enseña a obrar a lo guapo. A lo guapo quiere crear poder. A lo guapo puso preso a Antonio Ledezma, Leopoldo López y demás presos políticos, a lo guapo despojó la diputación a María Corina Machado, a lo guapo inhibe a los empresarios, a lo guapo se enfrenta y niega el papel y las divisas a los medios de comunicación. A lo guapo niega los derechos humanos. La guapeza va desplazando así los valores cívicos intrínsecamente debilitados por una concepción de la política y el derecho que sólo concibe la eficacia en la razón como fruto del coraje personal.