Es difícil penetrar en la psiquis del Gobierno y comprender por qué actúa de la forma como lo hace. ¿Qué persigue con tanto despropósito, con tanta demolición obstinada del país? ¿Por qué tensar la relación social hasta fracturarla, con morboso deleite? ¿Dónde comienza la improvisación, o la torpeza, y dónde el acto premeditado?
Todavía la nación suspiraba aliviada ante la rectificación oficial, luego de ordenar que los alimentos producidos por la industria privada fuesen desviados hacia la red de Mercal, y el Bicentenario, cuando se registra la ocupación, en La Yaguara, de un centro de distribución de Polar, Pepsi, Nestlé y Cargill, que además de bebidas (agua, refrescos, jugos), surte 12 millones de toneladas de alimentos (harina de maíz, pasta, arroz, avena) a 9.000 comercios esparcidos en 19 municipios de Caracas, Vargas y Miranda.
Excusa aparte (el antojo de construir viviendas justo donde están esos galpones), esa medida, que lesiona a 600 trabajadores directos y 1.400 indirectos, es dictada en la peor de las coyunturas: cuando los venezolanos padecen la agudización de las colas, la fiebre del bachaqueo, la escasez y el alto costo de alimentos, medicinas, repuestos, y un largo y sobrecogedor etcétera.
La economía, estancada, consumida por los fuegos de la inflación, no soporta más trabas ni paños tibios. Las encuestas, por primera vez en 16 años, reflejan que la población tiene clara conciencia de que la verdadera y única guerra económica reside en los desaciertos y complejos ideológicos de un régimen del cual hasta Cuba, su inspiración primera, acabó zafándose, para montarle los cuernos con el Imperio.
Lanzar dinero inorgánico a la calle, alentar la demanda al propio tiempo que se constriñe la oferta, erosionar los valores de la disciplina y el trabajo, dilapidar recursos a manos llenas durante la relativa época de vacas gordas, perseguir a todo quien produzca o distribuya algo, aplastar cualquier signo de generación de riqueza, todo eso nos ha arrastrado hasta este ruinoso punto en que, en víspera de una consulta electoral, se recurre a negociar con Uruguay el envío de 90.000 toneladas de arroz, 12.000 de quesos, 9.000 de pollo, en lugar de producirlo aquí, y asegurarle empleos dignos a los venezolanos. Damos lástima universal.
Parecemos un territorio asolado, al cabo de una conflagración bélica. Los lastimosos hechos de San Félix, en Bolívar, representan un alerta que no debe ser obviado. Sería suicida hacerlo. Despacharlos con la inaudita falsificación de Conatel, al atribuir a las redes sociales la presión popular que degeneró en los saqueos, es irresponsable. El gobernador de esa entidad apenas recitó el manido libreto, al señalar que todo había sido “inducido y planificado, para desestabilizar”. Pero fue Nicolás Maduro quien malogró toda esperanza en el sentido de que el Gobierno asimilaría el mensaje que recoge ese estallido: “Es un plan de la derecha maltrecha”, atajó. Despistado, superficial, elusivo.
Es un incendio que no se reduce al ámbito de San Félix, ni se extinguirá con represión. En otras ciudades han surgido pobladas espontáneas, que reaccionan frente al abuso, el soñoliento desgaste de colas de 12 horas, los empujones, la burla del estante vacío. Allí, en San Félix, la ira popular tuvo otro detonante: un alza en la tarifa del transporte público. Varios autobuses fueron apedreados. La semana anterior derrumbaron los portones de un Pdval en Barrancas del Orinoco. Un dato ilustrativo: Un estudio de la UCAB estima que la escasez de rubros de la dieta básica en Puerto Ordaz se sitúa en 47,85% Espejo en el cual vernos no falta. La fatídica revuelta del Caracazo, que se desencadenara el 27 de febrero de 1989, con saldo oficial de 276 muertes, fue el fruto de un malestar que se gestó semanas atrás en Guarenas, tras el incremento en los precios de la gasolina y sus efectos en el transporte.
Se condena desde el poder los sucesos recientes de San Félix, pero Hugo Chávez calificó el sacudón del Caracazo como “un hecho histórico, de justa rebelión de los pobres”, un acontecimiento que, según dijo el finado Presidente, “hay que reivindicar todos los días”. Dos hitos, dos posturas contrapuestas. A los ojos del Gobierno la rabia colectiva de ayer era épica, justa, condenable la de ahora. ¿Se trata, acaso, de una irónica lección de la historia, que, por más que se la ignore, guarda bien sus implacables reproches?