I
“Murió el poeta Orlando Pichardo” me escribe el pasado jueves 23 de julio, el ensayista y también poeta Freddy Castillo Castellanos. No sé que sucede dentro de uno, que al recibir estos impactos de la realidad, te quedas perplejo, mudo, en silencio. E inmediatamente comienzan a cabalgar imágenes del pasado junto al poeta que se acaba de ir, el cuerpo, no su poesía. Su biografía y su obra. Y uno dice, al que está a su lado, o piensa, sí está solo, mirando el patio de su casa o el cielo de la ciudad en donde estás, desde la ventana del apartamento, o en el café, con una taza entre las manos; buscando una respuesta. Buscas libros, pero no los encuentras. Por qué esta muerte me detiene y lleva a lugares que había dejado de ver, lugares que a lo mejor han desaparecido, o mutado en otra cosa, calles, espacios, bares, corredores, librerías, viajes, páginas, sonidos, combates, razones, gestos, objetos… y uno entra en un sueño del pasado, en los poemas de una ciudad.
II
Años atrás, en una celebración sobre Pablo Neruda, envié una nota sobre la experiencia de editar un cartel, que fue mi primer contacto con una imprenta y un profesor venido de Barquisimeto a Valencia, el poeta Carlos Sánchez. Cursaba tercer año de bachillerato. Un afiche amarillo que tenía una especie de breve antología de poemas en sus envés, eran poetas revolucionarios. Dos militantes solitarios, el profesor y su alumno, de una poesía que había cambiado el lirismo con su nuevo lenguaje, construían una nueva sensibilidad. Allí estaban César Vallejo junto a Neruda, entre otros dos o tres poetas. Orlando Pichardo leyó aquella nota y fue hasta el Museo de Barquisimeto a comentármela y decirme que él había conocido a aquel poeta, autor del dibujo del afiche amarillo, que en el liceo católico donde estudié en Valencia, nos revelaba a los poetas de su tiempo. Orlando me prometió ver de nuevo a aquel cartel que yo, el improvisado editor de aquellos años adolescente había traspapelado.
III
Por generosidad, una fundación que tuvo el estado Lara hasta el siglo pasado, Fundacultura, un poeta que trabajaba, no recuerdo quién fue, publicó en una colección de cuadernos llamada El arco y la flecha, poemas míos juntos con los de Orlando, sentí que su presencia era una protección, un padrino que me presentaba en sociedad. Él era el arco imaginario y yo una flecha en la bruma del lenguaje.
No recuerdo en el rostro del poeta Pichardo, como solían llamarlo, un gesto de amargura, incluso cuando levantaba la voz para protestar por algo. Ese gesto, que era su sonrisa y su picardía, no lo abandonaba jamás, ni sus variadas vísceras. Lo conocí en los espacios de aquella librería, emblemática para su tiempo, llamada LEA. Allí conocí a Álvaro Montero, a Carlos Eduardo López, a Mirian López, Fran López y Rosensilvia, y Magda la mujer de Orlando, como a Luisa Rojas y a Popo. A media cuadra estaba un bar en el que recalaban casi todos los poetas de aquel grupo heterogéneo que fue LEA. No era un grupo como tal, pero los reunía el fuego de la poesía y el arte. Las Malvinas era un lugar cercano también, casi escondido, entre una casa de familia que también servía de abrevadero de los amigos de LEA, entre ellos un poeta venido de otras tierras como Agustín Calleja Viera, y un sabio, surrealista auténtico, de los tiempos de El techo de la Ballena como Dámaso Ogaz.
IV
Barquisimeto es una ciudad de lectores, peñas y grupos culturales, como casi todas las ciudades. De aquel grupo recuerdo un sonido particular cuando leían poemas en público, una cadencia que no había escuchado antes. Muchos poetas, después tenían aquel ritmo en sus lecturas y poemas, copiamos aquellas maneras, hasta que encontramos nuestro silencio y, tal vez, nuestro propio sonido. Fueron una influencia notable en la ciudad, un centro de cultura y ahí estaba Orlando y sus cristales rotos.
Se metió adentro y cerró su ventana, diría Pessoa, en la voz de Alberto Caeiro. Afuera, estamos en dolor, como me responde José Pulido. En silencio nos despedimos del Poeta Pichardo, un dios duerme.
(*) El autor es escritor y editor