Hemos oído hablar del maná en el desierto. El pasaje de la Biblia que nos narra este milagroso alimento es elocuente (Ex. 16, 2-4 y 12-15).
Con la ayuda de Moisés, Dios había sacado a los hebreos de la esclavitud a que estaban sometidos en Egipto en forma más que prodigiosa (las plagas de Egipto, la apertura del Mar Rojo, la destrucción del Faraón y todo su ejército, etc.) Y a pesar de todas esas muestras extraordinarias de la atención divina y del poder magnificente de Dios, al encontrarse en el desierto, los israelitas comenzaron a protestar. Y a protestar en forma retadora y amarga:
“Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y comíamos pan hasta saciarnos”.
¡Qué atrevimiento! Es cierto que protestaban a Moisés y Aarón, pero en el fondo el reclamo era contra Dios. Y ¿qué hace Dios? A pesar de la brutalidad, les muestra una vez más su amorosa atención y su maravilloso poder. He aquí la respuesta que envía Dios a través de Moisés a ese pueblo desconfiado:
“Diles de parte mía: ‘Por la tarde comerán carne y por la mañana se hartarán de pan, para que sepan que Yo soy el Señor, su Dios’”.
Imaginemos la escena: en la tarde se llenaba el campamento de codornices y todas las mañanas amanecía el suelo cubierto de una especie de capa como de nieve que servía de pan. Dios les daba el alimento material necesario para subsistir en la travesía por el desierto.
Esa atención amorosa de Dios es lo que se denomina en Teología la Divina Providencia, por medio de la cual nos da, no sólo el alimento, sino todo lo que verdaderamente necesitamos. Pueda que a veces la cosa se ponga más difícil, pero Dios conoce todas nuestras necesidades mejor que nosotros mismos y verdaderamente se ocupa de ellas.
Es más: aunque creamos que somos nosotros quienes proveemos para nosotros mismos y para los nuestros, estamos equivocados, pues es Dios Quien nos da la capacidad que tenemos de atender nuestras necesidades. Si fuéramos perceptivos a las gracias divinas, podríamos darnos cuenta de cómo Dios se ocupa de nosotros directamente. Si nos fijamos bien, seguramente a lo largo de nuestra vida han habido situaciones en las cuales Dios ha atendido nuestras necesidades más apremiantes, sin que nuestro esfuerzo y trabajo hayan sido lo determinante para lograr el sustento necesario. Sea de una manera u otra, es Dios Quien se ocupa de “nuestro pan de cada día” (Mt. 6, 11), frase que El mismo nos enseñó a decir en el Padre Nuestro.
Pero ese alimento diario que Dios nos proporciona a través de su Divina Providencia, no es sólo el pan material, sino también -muy especialmente- el pan espiritual. Los hebreos se alimentaron del maná en el desierto. Era un pan que bajaba del cielo, pero era un pan material.
Pero nosotros tenemos un “Pan” mucho más especial que “ha bajado del Cielo y da la Vida al mundo” (Jn. 6, 24-35). Ese Pan espiritual es Jesucristo mismo, Quien nos enseñó a pedir “nuestro pan de cada día”. El es ese Pan Vivo que bajó del Cielo para traernos Vida Eterna. Hay que estar pendientes del alimento material, sobre todo en estos tiempos tan difíciles. El pan material es necesario para la vida del cuerpo, pero el Pan Espiritual es indispensable para la vida del alma. Dios nos provee ambos.
“Yo soy el Pan de la Vida”, nos dice el Señor. “Quien viene a Mí, no tendrá hambre y el que crea en Mí nunca tendrá sed”.