De la materia de la que están construidos los sueños de los seres humanos concretos, dependerá el recuerdo que nos queda una vez desaparecidos sus terrenales pasos. Pienso en esto al recordar al recientemente desaparecido poeta Orlando Pichardo, a quien le gustaba el mar en todas sus formas: vivido y sentido en sus aguas o vertido en las imágenes poéticas que fueron una constante en toda su poesía: mares, cielos, barcos, velas. Imágenes arcaicas que acompañan a la humanidad en su devenir y que cada poeta que las nombra y canta, despierta mientras las despliega, las que cada uno de acuerdo a sus circunstancias, ha heredado material y simbólicamente. En su caso, no fueron símbolos de tempestades ni naufragios, sino de libertad y vitalidad. De quien afirmara ser un “soñador empedernido que perdió la pista de los sueños”.
Le gustaba también la tierra y su verdor, grabados en los cafetales de su infancia, que fueron también motivo de cuidados en circunstancias que lo alejaron de Barquisimeto. Fue la época en que se encargara de la siembra y recolección de café en la finca familiar de Ospino. No siempre calzó la imagen agraria en el recuerdo de quienes lo conocimos en su faceta urbana, en el canto al mercado de El Manteco, en una de cuyas calles aledañas, vivió por muchos años y en cuya casa se prendió a menudo el aroma de la conversa y de los fogones, al ritmo de la poesía y de las atenciones compartidas con Magda, quien fuera también su cómplice de vida, de alegrías y poesía.
“Y aunque es breve, muy breve, me pertenece también, el fugaz instante de la vida”, afirmó poéticamente quien supo hacer del optimismo su compañero de siempre. La risa fácil, la palabra amable, el canto a la alegría de lo cotidiano, marcaron su relación con los demás.Siempre esquivó con bonhomía confrontaciones políticas entre amigos. Dueño de una gran sensibilidad social, no hizo del poema el lugar de las diatribas, del pasquín ni de los enconos políticos. Sabía que cada quien elige sus temas pero que no puede elegirse el descuido de la lengua. Que todo buen poeta lo es, porque contribuye con el enriquecimiento de la suya.
La palabra fue también una amante generosa en lo oral y a veces esquiva en la escritura, la cual se fue decantando como parte del contacto permanente con poetas de todo el país y latitudes, edades y estilos. Leía la poesía propia o ajena con pasión, dándole a lo leído, la dimensión de nuevos sentidos generados por esa manera tan suya, de “apropiarse” del poema y entregarlo en su voz. Pasión que fuera también una forma de hablar, conversar, amar y escribir. Se puede decir que su vitalidad era contagiosa para propios y extraños. Tanta, que le mantuvo activo en medio de los avatares de su enfermedad, pues supo huir de la tristeza, sin soportar “… su aletear de pelícano enfermo”.
Muchos de sus amigos lo recordamos con afecto profundo. La amistad es también una forma del amor. El final de uno de sus poemas más conocidos, le retrata desde la lejanía del hoy ausente: “Si me amas seré Orlando mas no el furioso de Ariosto/ ni el andrógino de Virginia Wolf /sino solamente éste Orlando Pichardo/ que te pide que lo ames.”