La reciente experiencia de Grecia -cuyo plebiscito celebró casi cual nueva batalla de Ayacucho toda la izquierda fumada del planeta- deja en claro lo precario que resulta para todo régimen irresponsable, demagogo y populista, vivir permanentemente del cuento.
Hace dos semanas en «Alegría de tísico» escribíamos que «las consecuencias del irresponsable NO las sentirá -más pronto que tarde- la misma masa ahora que hoy celebra, y con mayor crueldad los más necesitados y desorientados.» Fue más pronto que pronto.
Ya vino el recule y la claudicación por parte del atajo de comecandelas griegos, y ahora lo que les viene encima es candanga: Un rescate en condiciones mucho más estrictas que aquellas que tan ostentosamente rechazaron.
Pero el promotor del desastre, el señor Tsipras -a quien tantos felicitaban como ganador apenas hace unos días- ahora se las está viendo negras y queda en evidencia ante todo el planeta -tirios y troyanos por igual- como lo que siempre fue: Un simple charlatán.
Ahora va a saber el intrépido joven -que rápidamente va camino a ser expremier- lo que es rodearse de una fauna como la que invariablemente se adhiere a todo desaforado irresponsable.
Lo triste es que lo de Grecia es apenas uno de muchos casos. Otros regímenes y grupos políticos viven de la permanente bravuconada, vociferan como guapetones de barrio bajo y profieren abundantes amenazas que rara vez llevan a término.
El problema fundamental es que llega un momento -el menos esperando- cuando se les acaba la cuerda y ya no pueden seguir manteniendo el engaño.
Los sensatos llamados al diálogo para resolver graves problemas económicos que surgen en los países a partir de ofertas políticas engañosas chocan con el muro de gobiernos atrapados entre dos alternativas, a cada cual peor. O siguen marchando deliberadamente al precipicio del caos y la anarquía por un camino de disparates retóricos; o cambian radicalmente de curso para caer víctimas de su propia corte de caimanes y del maremoto de falsas expectativas populares que ellos mismos generan.
Están, como decían los antiguos griegos, están entre Escila y Caribdis. O más claro y en buen criollo: entre el Chingo o el Sin Nariz. Nadie jamás la tuvo mejor merecida.
Pero una cosa es la suerte de un régimen y otra muy distinta el futuro de un país, y si la solución a una coyuntura pasa por erradicar del mapa político a todo un segmento responsable de una catástrofe sin precedentes en la historia, pues bienvenida sea el sacrificio de todos para superar una dolorosa curva de aprendizaje.