La puesta en escena de nuestra reclamación histórica del Esequibo, con fines electorales bastardos y mirada cortoplacista, nada bueno promete. ¡Ojalá me equivoque! Será otro momento de vergüenza para quienes nada tienen que ver en este asunto enojoso, las generaciones del porvenir. Recrea, en efecto, la pugna oportunista de Raimundo Andueza Palacios con Antonio Guzmán Blanco – intransigente ante los ingleses con nuestro límite oriental en el Río Esequibo – y en la que tercia el diputado Cipriano Castro.
De allí que lamente el acuerdo unánime de la Asamblea Nacional para apuntalar la figura de Nicolás Maduro como suerte de albacea y procurador confiable de los derechos territoriales de Venezuela. Él y su antecesor, Hugo Chávez Frías, son responsables de los entuertos que hoy ponen en juego la única base de solución del despojo que sufrimos a manos de una mafiosa relación, entre Gran Bretaña y Rusia: El Acuerdo de Ginebra de 1996, parido por las gestiones serias, firmes y sin estridencias, de los presidentes Rómulo Betancourt y Raúl Leoni.
No dudo que el voto opositor es presa del temor a verse señalado de anti-patriota, antes de los comicios parlamentarios del 6D. Pero le hace el juego a quienes, mejor aún, deben ser acusados de haber vendido en pedazos la soberanía del país, bajo la guía de los Castro cubanos.
La memoria nacional no puede ser tan corta, como para olvidar lo más reciente.
En 2004, cuando Chávez pasa a ser deudor real de los Castro – sostenedores de las tesis de Guyana – luego del apoyo que éstos le dan durante el referéndum revocatorio, los retribuye a costa nuestra: “El gobierno venezolano no será un obstáculo para cualquier proyecto a ser conducido en el Esequibo, cuyo propósito sea beneficiar a los habitantes del área”.
Entierra, así, la práctica diplomática que se sostiene constante durante casi una centuria, de reclamar – afuera y no adentro – por cualquier actividad o concesión que se realice en el territorio bajo disputa: “Ningún acto o actividad que se lleve a cabo mientras se halle en vigencia este acuerdo constituirá fundamento para hacer valer, apoyar o negar una reclamación de soberanía territorial…”, reza el artículo V, inciso 2 del Acuerdo ginebrino.
De modo que, las protestas de Chávez en 1999 y 2000, por las concesiones de Guyana a la Exxon y la Beal Aerospace Technologies, datan de cuando él manda en Venezuela, antes de que deje de hacerlo y traslade su gobierno a manos de La Habana, donde fallece.
Nicolás Maduro Moros, luego se traga como canciller, en 2007, la declaración del embajador de Guyana en Caracas, Odeen Ishmael, dicha en sus narices: «La confraternidad entre dos países socialistas implica abandonar el contencioso fronterizo, dado que los hermanos están llamados a vivir en paz». ¡Y es que Chávez, en su Aló Presidente 289, convalida la agresión del diplomático y hasta en su presencia!: “Gracias embajador, saludos al presidente Jagdeo y al pueblo hermano de Guyana, con el que nos pusieron a pelear toda la vida; nos querían poner a pelear, uno veía clases: que hay que recuperar y tal y la hipótesis y nos querían meter el cuento de que era una amenaza Guyana…”.
Así que Maduro, leal a su Comandante Eterno, en 2013 trivializa al Acuerdo de Ginebra, lo devalúa políticamente, antes de que – preocupado por el frente militar y electoral – regrese sobre sus pasos: Es un «acuerdo entre el viejo imperio británico y un viejo gobierno de Acción Democrática en Venezuela… fueron los años en que… empezó una campaña dentro de la Fuerza Armada venezolana, dentro de los medios de comunicación hacia la población de odio, de acoso, de preparación psicológica, a través del desprecio, el racismo para invadir Guyana».
A propósito, pues, releo Los días de Cipriano Castro, de Mariano Picón Salas. Veo que no son nuevos estos giros de ruleta entre políticos sin jerarquía. El diputado Castro, El Cabito, en estreno, asume oportunista la reclamación del Esequibo para acusar a Guzmán Blanco de traidor a la patria y sumar adeptos. Le urgen “temas más demagógicos, de mayor alcance popular, para que su presencia no pase inadvertida”. Pero una vez dictado el laudo de París que nos quita ese territorio y paradójicamente defienden para Venezuela los gringos, y luego de afirmar César Zumeta desde Nueva York que ¡La comedia é finita!, Castro, ahora Presidente restaurador, en 1899, acepta lo arbitrado sin chistar. Queda lejos su grito vocinglero de 1890: “Ante semejante atentado, a los venezolanos no nos queda otro recurso digno y de satisfactorios resultados que las vías de hecho”.
Dice bien Betancourt, a la sazón, que para gobernar es necesario leerse los 15 tomos de la historia de Venezuela de González Guinán.