A propósito del suceso ocurrido el lunes 25 de mayo, cuando un niño y su madre cayeron en una “boca de visita” ubicada en la calle Virgilio Medina en Coro, viene a mi memoria un hecho asombroso que mostró la incredulidad de la mayoría de la población de Barquisimeto en 1957, pero con un final feliz.
No así cuando se conoció la desaparición del pequeño de siete años y su madre, que perdieron la vida, el primero al caer por una alcantarilla y la segunda al lanzarse para tratar de salvarlo.
Alguien dijo que la historia es verdaderamente testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, y heraldo de la antigüedad.
Esa historia la plasmé en mi libro De lo posible a lo increíble, editado en mayo del 2006 bajo el título “La niña que volvió a nacer”, de quien ya en su juventud prolongada obtuve en entrevista los máximos detalles. De realismo penetrante, y aunque brutal, lejos de terminar en tragedia tuvo un final justo.
Un día del año 1957, hace 58 años, llovía torrencialmente sobre Barquisimeto. Eran aproximadamente las cinco de la tarde cuando los alumnos de la Escuela Stella Cechini, ubicada entonces en la carrera 23, esquina de la calle 24, fueron enviados a sus hogares una hora antes, precisamente por el mal tiempo. Los horarios escolares de la época eran distintos.
Había llovido todo el día y la laguna, que aún se forma en la esquina donde funcionó esa casa de estudios, alrededor de la placita La Mora, representaba un gran peligro por su elevado caudal, y porque el buco o alcantarilla estaba desprotegido.
Alegres salieron los pequeños disfrutando del aguacero crepuscular. Es así que una niña de siete años subió en inocente carrera a un pequeño muro de la plaza, pero más atrás un insolente muchacho la lanzó al acueducto subterráneo ante el asombro del resto de la chiquillería y vecinos que observaban por las ventanas de sus hogares.
A la niña la dieron por muerta y horas después de rastrear el cadáver los bomberos la encontraron con vida unas ocho cuadras abajo, por la avenida Vargas, mientras sus padres preparaban el funeral.
De la infanta de este relato, Mireya Peraza, no he sabido más nada desde el día de la conversación, hoy con 66 años de edad. Después del acontecimiento continuó sus estudios, obtuvo el título como profesora de educación comercial con un postgrado en Estados Unidos y se casó en 1971. Procreó tres hijos, y es jubilada de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador.
No le da pánico recordar el asunto, pero sí saber que muchos años después el niño que la arrojó por la abertura de aguas putrefactas se convirtió en tremendo delincuente perseguido por la policía.
Mientras allá en Coro el final fue triste y absurdo, en Barquisimeto el horror se convirtió en un sueño magnífico, porque premió la vida de una niña inocente con un futuro prominente, y al agresor con un sendero oscuro y negativo de la vida.