La cuenta de los años vividos resulta en orgullo y devoción. Sus 19 hijos son la herencia que se multiplica con satisfacción y resguarda el esfuerzo de José Eufracio Jiménez, quien celebró su siglo con el mejor de los regalos: la compañía de sus seres queridos.
Nació en el año 1915, en el caserío Fragua y Hoyada de Quíbor, en la vía que va hacia Sanare, la capital del jardín de Lara.
Sandra Jiménez, su hija, y Jennyfer Jiménez, su nieta, han resguardado su memoria y a partir de la historia contada por quien es padre, abuelo y bisabuelo, conocen de memoria la vida del hijo de Andrea Torrealba y José Rafael Jiménez, quien vive la tragedia de la orfandad a corta edad cuando su madre fallece.
Queda a cargo del cuidado de una prima de su mamá y los desvelos del padre, amoroso en la tarea de cubrir la ausencia inesperada.
Desde los ocho años era compañero inseparable de su padre cuando se trataba de trabajar, “y también de parrandear”.
Ya en su infancia, conoce los afectos hacia el violín y el cuatro, además de quedar a la altura de los grandes del dominó.
El mandato del café
A los 13 años “lo mandaron para una hacienda más allá de Sanare a trabajar en las siembras de café”.
A los 16 años desanda huellas y vuelve a Quíbor, al encuentro con su padre.
Cuentan Sandra Jiménez y Jennyfer Jiménez, que se ocupará de viajar por los pueblos de la zona como parte de su trabajo y en esos recorridos conoce a Adrián Antonio Malvacía y a su esposa María Martina Piña, padres, entre otros, de María Eudora, “quien con el tiempo se convertiría en su esposa”.
La joven pareja jamás imaginó que la suya sería una familia grande y querida en Quíbor: 19 hijos que dan fe de su amor.
Distintos fueron sus oficios: chofer, repartió agua y cortó caña, mientras María Eudora cocinaba empanadas, conservas y dulces que sus hijos se encargaban de vender en los alrededores.
Con sus cien años recién cumplidos, hijos y familiares expresan elogios sin dificultad: “Hombre cariñoso, leal, responsable, honesto, amistoso, ejemplar y sobre todo muy humano”.
Junto a su esposa, quien ya falleció después de 60 años juntos, atendían a los indigentes y amparaban a sobrinos o a cualquiera con necesidad.
José Eufracio, a pesar de la edad, toca el violín y a falta de una mirada nítida, este abuelo se esfuerza en escuchar las risas de nietos y bisnietos, la mejor canción en sus horas gratas en el hogar de Quíbor donde aprendió el sentido de la felicidad.