Progresivamente la sociedad venezolana de mediados del siglo XIX fue entendiendo la necesidad y la conveniencia de abolir definitivamente la esclavitud que se había convertido tanto en un elemento de subversión política como en un negocio poco rentable. José María Aizpurua comenta esta doble motivación existente para abolir de una vez por toda la poca atrayente esclavitud:
“…había factores que en estos años fueron creando condiciones para una eliminación definitiva de la institución esclavista sin esperar su natural muerte. Estando la esclavitud condenada, los amos veían con más tolerancia la conveniencia de ser pagados por el valor monetario de sus esclavos para dar un uso más productivo al mismo. A partir de los 39 años y de acuerdo con las tablas de valores de la época, los esclavos se depreciaban año a año de modo que para el poseedor de esclavos que funcionara con inteligentes criterios económicos, era más conveniente salir de una que se estaba devaluando y poseer su equivalente en metálico para darle un rentable uso; en consecuencia veía con simpatía los esfuerzos tendientes a acelerar la manumisión tras haber hecho los pagos correspondientes (…) Al propio tiempo, los esclavos y manumisos restantes, dado el mantenimiento que sufrían en condición, eran fuente de una agitación permanente que sin lugar a grandes procesos de insurrección, suponía también costos económicos y políticos.” (Diccionario de Historia de Venezuela, 1997, Tomo 243).
Este era el ambiente propicio que privaba en el país, en el momento en que, con atinado criterio político, José Gregorio Monagas presiona al Congreso para que prontamente sancione una ley para poner punto final al régimen esclavista. Así, el 24 de marzo de 1854, el Legislativo promulga la Ley de Abolición, mediante la cual la esclavitud quedaba definitivamente abolida y se establecían las medidas fiscales que iban a dar origen a los ingresos públicos con los cuales se iba a compensar a los amos de los esclavos y a los acreedores del Fisco de los montos faltantes de los manumitidos.
Para lo que sí fue diligente Zamora fue para acudir prontamente, el 14 de junio, a menos de un mes de la promulgación de la ley abolicionista, a la Junta de Abolición de Ciudad Bolívar a fin de consignar la documentación y reclamar la indemnización que le correspondía en su condición de propietario de Juana, que fue su sierva y de 36 años; de Nieves, su sierva de buena salud de la misma edad “valorada según tarifa en 300 pesos”; y de Francisco María Castillo, manumiso de 7 años y de Candelario de 16, también manumiso, ambos sanos, por los que pedía 60 pesos por el primero y 150 por Candelario.
Según el Diario de Avisos de la Junta, Zamora reclamó también los derechos que le correspondían sobre Bonifacio, de 15 años, Rafaela de 5, y Jacinto, mayor de 15, a quienes presenta, pero no le es admitida la petición al General del Pueblo Soberano “por carecer de las escrituras correspondientes”.
A fin de asegurar sus derechos, Zamora la otorga poder protocolizado en el Registro Subalterno de Bolívar a su primo, José Manuel García, para que ante las autoridades correspondientes del ramo de abolición en Caracas “cobre los valores que me corresponden como propietario que fui de dos esclavas”.
No queda duda de que el Valiente Ciudadano Ezequiel Zamora defendía su ideal de ¡Hombres Libres!, siempre y cuando le pagasen en pesos contantes y sonantes lo que valía su libertad.