Quizá una de las expresiones más infelices que han salido de la boca de Nicolás Maduro, es la que profiriera hace poco, en Ciudad Belén, estado Miranda, en donde, visiblemente irritado, se atrevió a describir la suerte que le avizora al país, en caso de que la revolución que por accidente encabeza, acabe haciendo aguas, un día de estos.
“Si fracasara la revolución bolivariana y el imperialismo toma el control del país, que se preparen para un tiempo de masacre y muerte”, voceó, sin molestarse en medir el terrible alcance de tales palabras.
Lo primero que debe advertirse es que esa es una amenaza inaceptable, al provenir de un jefe de Estado, en un país democrático, donde la alternancia en el poder no sólo es lícita, constitucional, sino rutina saludable, necesaria. Esa provocación entraña un brutal chantaje. “Después de mí el diluvio”, conforme a la amarga frase atribuida a Luis XV, en tiempos en que un extendido y denso malestar popular anunciaba en Francia que un estallido social tocaba insistente a las puertas.
Otra cosa, no es que hipotéticamente pudiera fracasar el modelo político, y económico, al cual se aferra obstinado el Gobierno venezolano, con tan deplorables resultados. El socialismo, y el capitalismo de Estado, fracasaron ya, con estruendo y pavoroso saldo de muertes, atraso, y lacerantes cicatrices históricas, en todos los países y sociedades donde se han instaurado. China, en los días que corren, se deslastra sin complejos de su pasado comunista. Y, como seguramente estará enterado el Presidente, Cuba también está haciendo lo suyo.
Además, alguna razón de peso debe animar a Maduro, como para aceptar en un discurso televisado, sin que nadie se lo estuviera preguntando, que el fracaso de la revolución bolivariana, es decir, de este legado que en forma aparatosa, desangelada, inepta y corrompida, apenas logra mantener a flote, es, por decir lo menos, una posibilidad abierta. Es, en efecto, una tendencia electoralmente planteada, en una nación exhausta, cansada del insulto, la pérdida de oportunidades y el ultraje oficial. La percepción negativa del Gobierno pareciera haber tocado fondo, sin la más tímida señal de rectificación, todo lo contrario. Más de 70 por ciento de los venezolanos, según las más fiables muestras de opinión, se inclina a favor de un cambio inmediato, lo cual pareciera explicar la oportuna “otitis” del CNE, antes tan diligente y batidor de récords.
¿Masacre, muerte? ¿Acaso no es ése, para nuestro infortunio, el doloroso trasfondo de la vida diaria del venezolano común, taladrada sin espanto en cualquier esquina, a toda hora, y mediante el más fútil de los motivos, por una violencia que sembró 25.000 cruces el año pasado, cuando, después de Honduras, pasamos a ocupar el despreciable sitial de segundo país con la más alta tasa de homicidios en el mundo, al lado de Siria? ¿Masacre, muerte? ¿Sugiere así el Presidente el porvenir que nos aguarda si fracasa la revolución?
Por cierto, para empantanar aún más el cuadro de inseguridad que atrofia a la república, ha saltado al ruedo el flamante ministro de Interior, Justicia y Paz, Gustavo González López. Este caballero se ha permitido el descaro de jurar, el país entero por testigo, que, contrario a todas las evidencias, la cifra de homicidios ha bajado. Y así explicó, balbuceante, desconcertado y caótico, cómo es que está logrando ese ignorado milagro: “Trabajo mucho con la colaboración social y no por lo cuantitativo y cualitativo del modelo de expresión matemático y aritmético”.
No. Galimatías aparte, la violencia gana terreno como consecuencia de la politización de la justicia y de las policías. Por la avasallante impunidad que el propio Ministerio Público ha reconocido en sus informes anuales. Y porque ha sido vista como una herramienta para la siembra del terror y la búsqueda del control social.
No se trata de un riesgo a futuro. El Gobierno masacra, ahora mismo, toda muestra de disidencia, aplasta las libertades, desprecia la vida, y esparce la miseria; y pese a todo su aparataje militarista, autoritario, se propaga en todas las capas de la población el firme deseo de apelar a la vía electoral, sea cual sea la fecha que fije el CNE, para poner a un lado un ensayo de revolución que si algo ha hecho con absoluta eficiencia es exacerbar los vicios del pasado, al propio tiempo que los expone y condena.
¿Masacre, muerte? No es la opción. Es parte de una realidad que ha de ser desterrada, por siempre.