Después de casi dos décadas de invasión a la vida del venezolano, tras una desoladora estela de violencia, división, ruina y muerte, el Gobierno, agotado su arsenal de recursos de seducción y engaño, pretende en esta hora eludir sus graves responsabilidades mediante una torpe táctica evasora. En un desmayado y tardío repliegue, los héroes de una revolución cebada en el vicio de marchitarlo todo a su paso, buscan escurrirse del escenario de sus tropelías y oportunidades perdidas. Con las evidencias de un fracaso estruendoso, cuando con tal cúmulo de poder y dineros públicos dilapidados tuvieron en sus manos la posibilidad de hacer tanto a favor de un pueblo tan invocado como traicionado, ya parecen enterados de que con sus maltrechos trapos rojos no podrán seguir postergando el curso de lo inevitable ni sustraerse del adverso juicio de la historia.
El examen periódico que adelanta por estos días la ONU, ha delineado con mayor nitidez dos nociones que ya estaban lo suficientemente claras: La primera es que el régimen no tiene respuestas válidas, contrastables, ante el atroz retroceso que el país sufre en el ámbito de derechos tan valiosos, e inenajenables, como los sociales, culturales y económicos. La segunda y, quizá la más grave: su disposición a rectificar es nula. Tirándose en forma alternativa hacia un lado y el otro, en sordo complot intestino alimentado por la ambición de hacerse de todo el poder, dentro del siamés aparato gubernamental dos bandos en disputa lucen condenados sin remedio en el foso de sus errores. Atrapados en sus escandalosas perversiones sin vuelta atrás. Enviar a un ministro a Ginebra a insistir en la tesis de la “guerra económica”, y sentirse en la necesidad de pedir, con pretendida solemnidad, que no se mofaran de excusa tan peregrina; es más, urgir a que el mundo dejara de banalizar la causa de todos nuestros males hasta tomarla en serio como fenómeno exclusivo de Venezuela, es revelador del avanzado grado de decadencia oficial. Peor aún, atreverse ese alto funcionario al infame descaro de asegurar que el salario mínimo cubre la canasta básica, que la pobreza ha “decrecido significativamente” y la población en general goza, a partir de la revolución, de un “creciente bienestar social”, ya era propasarse frente a un auditorio que, aparte de informado, no estaba obligado a aplaudir sus alucinaciones.
La realidad es otra muy distinta y se eriza terca y colérica en las calles, pese a todas las modalidades ensayadas de miedo y censura oficial. La peor crisis económica, política y social en la historia reciente del país, sorprendió al Gobierno sin el amparo de su pródiga chequera. La brusca caída en los precios del crudo nos gritó cuán vulnerables somos. La sistemática violación de los derechos humanos enmudeció a sus tradicionales y dóciles aliados foráneos. La figura del preso político y la persecución y tortura a los disidentes, representan un expediente difícil de asumir. Cuba, antes “un solo país, un solo Gobierno”, viró de pronto bonachona hacia el Imperio, así como le habían torcido aquí el cuello al caballo del Escudo. Los escalofriantes niveles de una violencia que paraliza al ciudadano común y hasta desarma y arrincona a la autoridad, hablan de una tragedia social, e institucional, que mucho costará superar. Una inflación que frisa los tres dígitos y una voracidad en el gasto público que podría haber engullido a fines de este año un presupuesto de dos billones de bolívares, sin efecto alguno en obras y servicios, nos confirma que en esta nación persiste un insostenible estado de cosas.
La inflación no se acabará mediante el espejismo de prohibir los informes del BCV. La escasez no cederá por más que se manipulen las cifras. La palabra y la voluntad de Dios no dejarán de tener su hora, así se posponga una incómoda visita al Vaticano. Ni el pueblo dejará de revelar su dolor y castigar su decepción, con todo rigor, pese a la temerosa argucia de colocar en el refrigerador la cita electoral pendiente, a falta de “tendencia irreversible”, luego de que quienes eluden ese veredicto se ufanaran por las repetidas elecciones que aquí solían realizarse año tras año, cuando otros gallos cantaban, sólo para asfixiar y encarcelar después al vencedor que militara en otras toldas.
Sin duda, luego de una cadena de violaciones, invasiones e intromisiones, los arrastra el síndrome de la evasión. La primera naufragó con estrépito. La segunda lo hará en un sordo rumor de vergüenza.