Hemos perdido los venezolanos, qué duda cabe, la paz conquistada durante el siglo XX. En nombre de otra revolución más pero esta vez inéditamente ajena e importada, cuando nos conquistan el mal absoluto, su odio ideológico y el narcotráfico como empresa del Estado.
Exacerbamos, además, el Mito de El Dorado, que nos viene desde tiempo inmemorial. Tanto que, después de haberse destruido todo género de industria y hasta los mismos fundamentos morales de la república, el único bien material que nos queda –el petróleo‒‒se devalúa y su establecimiento es un arsenal de desechos. En su defecto ahora le compramos el oro negro a los extranjeros para distribuirlo gratuitamente entre nuestros consumidores locales o mixturarlo con el que nos resta, y así pagar la deuda sideral adquirida por el gobierno “bolivariano” desde 1999. No le bastó a éste la riqueza pública que ha dilapidado y hasta expropiar el trabajo honesto de nuestras gentes.
Son estos los síntomas terminales de un dislate monumental hijo de la felonía, que se hace evidente desde cuando calla y deja de distraernos el traficante de ilusiones que ocupa la atención de todos, Hugo Chávez Frías, distrayendo nuestra irresponsabilidad colectiva e inmadurez ciudadana.
Así las cosas, tal y como lo planteo en mi último libro con título igual al de esta columna, es bueno y necesario, urgente, apelar a la razón profunda y no ocasional que nos permita imaginar formas de vida decente para Venezuela, sin tener que dar manotazos al miasma que nos anega. Y el reclamo al respecto va dirigido a los mayores, a las élites políticas, económicas o intelectuales del país, las que quedan y a quienes cabe interpelar, obligadas como están a saldar su deuda con las generaciones del porvenir, sin secuestrarles sus trincheras.
No entiende el hombre y la mujer comunes qué pasó o nos pasó, luego de pasada la borrachera revolucionaria.
Y acerca de los jóvenes, sobre quienes las escribanías del régimeno las partidarias y sus turiferarios de ordinario cargan sus tintas y verbos para conjurar culpas propias, cabe decir queviven con intensidad y en buena hora sus horas del sacrificio auténtico, de ideales que intuyen en búsqueda de darles un sentido “con las manos puras y el corazón inocente”, diría Romain Rolland en su Más allá de la contienda (Au-dessus de la mêlée, 1914).
¿Acaso no es llegada la hora agonal de esas élites ensimismadas y sin ánimo de riesgos, me pregunto, para que recompensen –como tribunos de oficio, como líderes o guías– la brega por la cotidianidad del pueblo ahora carenciado o el heroísmo de nuestros imberbes estudiantes?
Reconstruir la nación –lo recuerda monseñor Jorge M. Bergoglio, hoy Papa Francisco– implica reencontrar nuestras raíces genuinas. Volver a ser nación demanda, como en 1811 y en 1961, un acuerdo sobre los valores fundantes civilizados compartidos y celebrantes de la pluralidad. Exige mirar el pasado, con ojo crítico y sin complejos, desterrando lastres de conveniencia que impidan nuestra madurez, como el citado Mito de El Dorado y la invocación del mesianismo, del padre bueno y fuerte que aún nos lleve de la mano, de neta inspiración bolivariana.
Se trata de mirarnos, mirándonos en los otros. Hacer memoria de las grandes hazañas de nuestra modernidad, olvidadas tras una aviesa reescritura de nuestra historia contemporánea, pues aquéllas superan con creces el quehacer fratricida de nuestra Emancipación: suerte de dogma que hoy nos hace tragedia insolubley nos niega al drama de la elección.
Hay que tener coraje ante el futuro. Ningún pueblo, como reunión de diferentes acordados sobre propósitos trascendentes, alcanza serlo sin mitos movilizadores.
No se trata de hurgar en el desván para sacar de allí amuletos y reencontrarnos con el azar. Es reconocer que existe algo más allá de nosotros, que no conocemos y podemos alcanzar humanamente. La generación de 1928 hizo de la democracia civil su mito, en un momento de absoluta oscuridad para la república. Y pudo sembrar la esperanza sobre la resignación.
Y como no se trata de reinventar en falso, cabe no disimular la realidad. Vivimos algo peor que una dictadura totalitaria o un régimen comunista. Hemos perdido las certezas. Nos movemos con naturalidad en la mentira. Hemos congelado nuestras dignidades haciéndolas inútiles, a la espera de que una buena nueva nos llegue en una cadena de televisión del Estado y por boca de Maduro o Cabello, nuestros carceleros de la ciudadanía.
Cambiar las cosas sin violencia, contener el poder, y darle voz propia y rostro a la gente, es así el deber ineludible de las élites, si anhelan lo que todos anhelamos, la recuperación de Venezuela y su refundación, mejor todavía, la reinvención de nuestra democracia.