Venezuela es hoy un presidio con barrotes de miedo. Cerrojos imponentes que han postrado al país. Un régimen totalitario se ha ensañado con todo aquello que signifique libertad. Su maldad sin límites hizo que perdiéramos la posibilidad de contar con un porvenir de grandes oportunidades. Estamos en la punta del iceberg de la más profunda crisis de nuestra historia. Hemos rodado hasta el fondo del abismo, deslizándonos por el tobogán que construyeron las gruesas mentiras del socialismo. Con el mayor de los cinismos, el régimen habla de la nueva patria; sin percatarse que sus banderas ondean olorosas a incertidumbre. Somos una Venezuela arruinada y endeudada por culpa de la llamada revolución. Nuestro futuro es simplemente el cheque en blanco que le entregaron a China. El imperio del dragón que nos expoliará hasta vernos triturados por sus políticas de sometimiento. Su desaforado ímpetu como paladín de un nuevo liderazgo universal; lo fortalecen penetrando al continente americano.
El proceso venezolano quiso ser el epicentro del renacimiento totalitario en el orbe. Su estrategia fue ceder nuestros recursos a cuanto aventurero planeara ir en contra de las instituciones democráticas en el mundo. Desde aquí se financiaron las campañas electorales de muchos protagonistas de la regresión política. Bajo las sombras de la legalidad, acompañaron al terrorismo al que siempre han visto como su aliado. Muchas armas y asesinatos en contra de inocentes fueron pagados con nuestras divisas. Esas manifestaciones de grupos extremistas a favor del gobierno venezolano no son una adhesión gratuita. Es la reciprocidad entre bandos que tienen un plan para dinamitar cualquier espacio democrático que pueda descubrir sus fechorías.
Estos protagonistas del terror han contado con nuestra anuencia. El miedo que tenemos a enfrentarlos decididamente es una columna que los sostiene. ¿Complicidad o cobardía? Con ambas variables han llevado su proyecto por dieciséis años. Somos rehenes atrapados como en un cúmulo de inseguridades que no terminamos de romper. Hemos aprendido a vivir acorralados por el lenguaje soez de estos sectores fanáticos que se creen la verdad absoluta. Se inventaron una forma de vivir chapoteando la miseria. Las kilométricas colas son como ir convirtiéndonos en unos ciudadanos castigados, que debemos pagar penitencias ante la inclemencia del tiempo. Cuando al fin podemos conseguir el producto deseado nos llenamos de alegría como si esto fuera una bendición. Aprendimos a culpar a otros, buscamos que los demás nos hagan la tarea; mientras vivimos observando desde la ventana del temor al cadáver del país exhibido por sus escarnecedores. La libertad no puede seguir sometida durante más tiempo. Es necesario desafiar a la tormenta. No perdamos al país con la complicidad del miedo: Que no quiere luchar en contra de la felonía…
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