Había una vez un dedo que creía que él solo podía tapar el sol. Malbarató la riqueza que debía administrar. Dijo lo que todos querían oír. El dedo tenía una suerte de extraño magnetismo que solía generar sentimientos extremos. Unos lo amaban, y otros lo odiaban. El dedo hizo lo que todos le pedían que hiciera, aunque no todos estaban de acuerdo. Era un dedo popular y jocoso. Todo eso y mucho más creaba la sensación de que su tamaño era más grande que el de los otros dedos, pero en realidad era exactamente igual a ellos, aunque con poder, mucho poder. Este dedo no tapaba el sol pero de alguna extraña manera, impedía la luz, generando una espesa oscuridad.
Un día el dedo ya no estaba. Pero antes de partir, envió un mensaje al resto de los dedos que habitaban su comarca, y dejó a otro dedo encargado del poder. El nuevo dedo era ciertamente más alto, más largo en estatura pero lamentablemente diminuto en inteligencia y capacidad. A pesar de su enanismo intelectual y gerencial, el dedo en verdad creía que todo el mundo lo quería y seguía igual que su antecesor, y que se había marchado para siempre. Al dedo ausente, como a su sucesor, a pesar de alabar la democracia y el respeto a la libertad de elección de otros dedos y congéneres, le gustaba señalar, culpar, y no aceptaba por ningún motivo que otros dedos lo señalaran o le hicieran ver sus errores.
Las cosas en aquel lugar, en aquella lejana comarca poblada de dedos, fueron complicándose. Los dedos se ganaban el pan trabajando, arando la tierra, ejerciendo sus profesiones y oficios, pero los obsequios y dádivas del dedo ausente, hicieron que muchos dejaran de trabajar, de moverse, y se colocaran en posición de espera de la migaja u obsequio del dedo regente.
Por otra parte, ya ningún dedo se sentía seguro. Otros dedos con garras y armas los estaban aniquilando. Muchos dedos estaban, literalmente, comiéndose las uñas de los nervios. No había alimentos. Por todos lados había hileras, filas de dedos que esperaban conseguir lo necesario para vivir. Mientras esto sucedía, unos pocos dedos, teñidos de rojo, disfrutaban relajados y con recursos robados.
Para el dedo heredero, largo de tamaño pero bajo de capacidad, todo se fue haciendo más difícil. Aunque intentara, no podía tapar el sol. Nadie le creía. Lo único que señalaba era la mentira. El sol brillaba cada vez más porque este dedo se fue reduciendo poco a poco, y no podía evitar que la verdad fuera conocida de todo aquello que ocurría y callaba.
Un día los demás dedos se unieron, cansados de tanta mentira, de tanta humillación y control. Unidos, fueron haciendo una red. Formaron un gran puño. Y así, decidieron un día que ningún otro dedo los engañaría con mentiras o robara su libertad. El dedo mentiroso se redujo tanto, tanto, que ya nadie lo podía ver, y en silencio y asustado, se fue a una isla de dedos que parecían dinosaurios.
Y se hizo la luz. Y sin tapar a nadie, ni ocultar nada, cada uno fue, en aquella lejana comarca, sencillamente, el dedo y el sol.