No es fácil que nos deslastremos los venezolanos de nuestra cultura de presente.
El disfrutar y padecer la cotidianidad, exprimiéndola como si fuese el día final; mirando el pasado con desprecio para no exorcizar sus fantasmas siempre culpables -a nuestros ojos- de nuestras desventuras y despreocuparnos por el porvenir, que dejamos en las manos de la suerte o de otro mesías que suplante al que nos traiciona, nos es connatural. Como vaya viniendo vamos viendo, es la regla.
Somos presas de ocasión para el pesimismo y el cultivo de los miedos, cuando las cosas por si solas no van bien o al apreciar que quienes están obligados a redimirnos no lo hacen con eficacia, a pesar de haber ejercitado todos los caminos: elecciones, abstenciones, revocatorios, marchas, mediaciones internacionales, y hasta desconocimientos militares.
Algunos creen que no llega a su término la tragedia revolucionaria instalada en Venezuela -neta colonización extranjera y cubana, obra de la felonía- por falta de consensos acerca de su naturaleza.
Lo veraz, sin embargo, es que ahora, sin distingos, todos somos víctimas de un régimen cultor de la mentira y prohijador de la criminalidad. Venezuela es una gran cárcel que ya no excluye y es sufriente.
Como en las cárceles no hay agua, no hay luz, las muertes asolan y azotan, faltan los productos, no hay medicinas ni médicos, menos jueces que pongan orden en la casa y al hacinamiento.
Cualquier accidente, al término, será la justificación de algún desenlace y todas las opciones, qué duda cabe, son vagones de un mismo ferrocarril cuyo destino es recuperar la libertad.
La enseñanza que nos aporta este período aciago, que pronto acabará como todo, es que sólo el trabajo y el esfuerzo hacen patria verdadera; muy distinta a la patria de los “enchufados” de aquí y de allá, repitiente de una de las peores taras que nos deja el tiempo pre-colombino: el Mito de El Dorado.
Cada 30 años, como si fuese un reloj suizo, muere y nace en nuestro país otro período histórico. Pero el buen ingreso hacia el mismo ha dependido del hacer y no del azar; si no que lo digan quienes apuestan mediante el voto por el “resuelve” que les ofrece el Comandante Eterno en 1998.
En corta narrativa cabe decir que a la generación de 1928 le llevó 30 años instalar, dictaduras en medio, su proyecto de República civil. Antes, 30 años le lleva a Cipriano Castro y a Juan Vicente Gómez forjarnos como Estado nacional.
A José Antonio Páez, que funda la república en 1830, se le agota su proyecto hasta cuando, pasadas tres décadas, sobreviene la Guerra Federal.
El Pacto de Punto Fijo se traga tres décadas y en la práctica concluye con el último gobierno de partidos conocido, el de Jaime Lusinchi, en 1989. Bajo su gobierno y sin estar convencido de sus bondades, se advierte llegada la hora de la Reforma del Estado, que conduce el historiador y luego ex presidente Ramón J. Velásquez. Pero a la misma la frustran.
Una larga transición que se aproxima a sus tres décadas se inicia ese año, cuando ocurre El Caracazo y sobrevienen los golpes de Estado. Desde entonces se muestran agotados nuestro Estado y también, cabe observarlo, la mayoría de los Estados en Occidente, de una forma inédita. Es un fenómeno global.
Caen, por virtud de la deriva digital, los límites políticos y surgen dentro de cada Estado nuevas líneas divisorias al interno.
Los ciudadanos de antes se fracturan y reúnen alrededor de otros nichos sociales y primarios, guiados en la orfandad por cosmovisiones caseras. Son ambientalistas o indigenistas, o militantes de género, miembros de tribus urbanas o de comunas, o acaso chavistas, pero no más venezolanos.
La cuestión es que en la coyuntura larga y agoniosa que arranca con Carlos Andrés Pérez, defenestrado por su partido, al que sigue Rafael Caldera, electo fuera de su partido, y que finaliza con Hugo Chávez, en desencuentro con todos los partidos, emerge con fuerza una nueva generación que pone de lado los “discursos de Estado” y partidarios, optando por los 140 caracteres de un twitter.
Esa generación mal se aviene –de allí la violenta persecución de Nicolás Maduro a los estudiantes- con el parque jurásico de las ideologizaciones y las organizaciones políticas verticales del siglo XX, que le rezan a Marx o al difundo Chávez sin mirar las coordenadas distintas del porvenir.
Llegamos con 30 años de retraso al siglo XIX. Entramos al siglo XX en 1935, lo dijo Mariano Picón Salas.
Estamos en la antesala del siglo XXI, con retraso pero aprendidos. Y nos espera otra narrativa común y nacional en la diversidad, capaz de pegar otra vez el rompecabezas que somos, y en ella trabaja afanosa, me consta, la generación que aún no frisa los 30 años. Soy optimista.