La neutralidad del embajador panameño
Leo en la prensa sobre la propuesta de diálogo que hace la embajada panameña en Madrid, según reza El Nacional de Caracas, pidiendo que Nicolás Maduro resuelva sus desencuentros con Barack Obama. Al paso observo que confiesa aquélla la neutralidad de su país al respecto.
Se trata de una postura que la fuente diplomática hace sobre dos premisas, una la de ser Panamá miembro de la CELAC, organismo o suerte de sindicato de gobernantes que reclama el citado diálogo bilateral, y la otra, la de ser anfitriona de la Cumbre de las Américas.
La primera impresión que suscita lo así planteado a cualquier observador venezolano, es la inutilidad y hasta lo ofensivo del lenguaje disolvente y anodino de dicha Cancillería – salvo la venezolana, que dispara desde la cintura contra todo aquél quien mire mal a Maduro – frente a realidades políticas y económicas como las que hoy sufre toda Venezuela.
El expresidente uruguayo, José María Sanguinetti, un hombre prudente y cabalmente demócrata, sabedor por experiencia repetida de los asuntos de Estado, ha afirmado que “Venezuela no es un Estado democrático”. Y denuncia el “silencio y complicidad” con dicha situación por América Latina. ¿Tendrá conciencia el actual gobierno de Panamá del panorama crudamente descrito por dicho mandatario y las consecuencias que en buena lid ello habría de aparejar?
Vayamos por partes.
En Venezuela no existe democracia y si algo existe es un calco del régimen narco-criminal que en la hermana república del Istmo ejerciera el general Manuel Antonio Noriega hasta el 20 de diciembre de 1989. Ni más, ni menos.
El diálogo, según el DRAE, es una “plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos”. Cabe imaginar, entonces, lo que acerca de afectos o ideas pueden decirse recíprocamente los indicados mandatarios venezolano y norteamericano; o, extrapolando, lo que cabe dialoguen el narco-militar panameño y el Papa Francisco recreando el desencuentro entre Jesús y el demonio en el desierto durante cuarenta días y cuarenta noches.
Pero lo esencial, según lo dicho, es el planteamiento corrosivo de esa especie de diálogo que se propone con un extraño a nuestra tragedia que espera ser drama, por suponerlo el origen – errónea y deliberadamente – de nuestros males domésticos. ¡He aquí lo grave y desleal del planteamiento de la embajada panameña, a quien poco parece importar lo esencial de un país con el que sostiene relaciones de amistad obligantes: un régimen narco-criminal; aparecen millones de dólares producto de la corrupción oficial en bancos extranjeros; ocurre el asesinato, encarcelamiento y tortura de disidentes, por opinar; las fábricas y comercios expropiados por el Estado son un cementerio; no hay divisas para comprar los insumos de la dieta familiar y para la atención de la salud; la devaluación de la moneda llega a 3.000 por ciento!
Se trata de verdades palmarias y previas. El único pecado gringo ha sido desnudarlas y ejercer el derecho de toda nación y pueblo de establecer un cordón sanitario en sus fronteras, para que la corrupción y el narcotráfico no se paseen libremente por sus calles. Nada más.
¿Se trata acaso, admitámoslo, que el novísimo gobierno panameño, que conduce un presidente honorable y decente, sufre de miopía; mal que también aqueja a algunos opositores nuestros?
No me detengo en el asunto norteamericano, pues su actuación legítima e individual jamás hubiese ocurrido si también no mediase la parálisis y declinación de las organizaciones internacionales nacidas desde finales de la Segunda Gran Guerra del siglo XX, para proteger la dignidad de la persona humana; diferentes de la propia Celac y la Unasur, hechas para defender el derecho al trabajo de los jefes de Estado y gobierno así violen de forma generalizada y sistemática los derechos humanos de sus pueblos.
El tema del diálogo, pues, es una provocación amoral. Cosa distinta es hablar de negociación, como la que realizan sin opciones los secuestrados con sus secuestradores, para cuidar la vida; misma que sostienen los policías con los ladrones para proteger la vida de los rehenes. Negociar es, justamente, tratar con otro para alcanzar un pacto o arreglo que, por lo pronto y en lo inmediato, impida males mayores. Sólo eso.
Finalmente, dada la sugerencia panameña, que respetamos pero no compartimos, cabe decir con énfasis que su igual advertencia de ser neutral ante la cuestión – ejercer el sincretismo de laboratorio como lo llama el cardenal Bergoglio – implica complicidad, pues la diatriba planteada tiene lugar, exactamente, entre la ley y el crimen, entre un pueblo como el venezolano y el otro Noriega que lo degolla. ¡Se sorprenderían si averiguasen los Spadafora que ya ha dejado a la vera la Revolución Bolivariana!