#Editorial: Motivos de indignación

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Lo que nos diferencia de otros países con problemas y severos conflictos, es la forma como los enfrentamos, cómo reaccionamos frente a situaciones que nos roban las oportunidades, las perspectivas hacia el futuro, y la propia vida. Cuenta, realmente, cómo se organiza cada sociedad para encarar las adversidades, las rémoras, los abusos.

En efecto, Venezuela no tiene la exclusividad de las calamidades. Cada país acumula su historial de frustraciones. Y el Jauja, el sueño de ese pueblo idílico que inspiró hasta el tormento al conquistador español en su ascenso hacia el Cuzco, se quedó petrificado en la utopía, con su inmensa abundancia y magníficas calles empedradas con piñones, por donde corrían ríos de leche y miel.

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Ahí están las enormes deformidades políticas y sociales que azotan, ahora, a México, trocado en reino de una corrupción endémica. La desaparición de 43 estudiantes de una escuela rural es apenas una muestra,
aunque lacerante, de un estado calamitoso mucho más complejo y propagado. Su joven presidente, Enrique Peña Nieto, heredero de viejos y arraigados vicios, defraudó con ostentación el anhelo de corregir lacras sembradas allí por una larga tradición de partido único entronizado en el poder, con sus “dedazos” para escoger al sucesor de la presidencia, lo que equivale a decir al dueño de los destinos, al amo y señor de todas las instituciones, prostituidas hasta el hartazgo.

Asimismo, se yergue en un mar de contradicciones, el socialismo de Dilma Rousseff, la pupila del muy popular Luiz Inácio “Lula” da Silva, a quien propios y extraños reconocieron y celebraron avances significativos en materia económica, así como en la lucha contra las desigualdades sociales y en lo tocante al ambiente. Hoy Brasil es una bomba que puede explotar en cualquier instante. La tensión social, política y económica está a flor de piel, en el seno de una población hastiada. El escándalo de corrupción que envuelve a Petrobras es sólo una pieza más en un pesado armazón de inmoralidades.

Otro ejemplo patético es el de la Argentina. Cristina Fernández de Kirchner llega al final del segundo mandato, y de la era que entronizó junto a su esposo, con su prestigio personal y político por los suelos, y al frente de instituciones vaciadas de credibilidad, arrastradas hasta las más profundas ciénagas del descrédito. CK está acosada por el fantasma de un fiscal que hasta su muerte lucía dispuesto, y pertrechado legalmente, a sentarla en el banquillo de los acusados; y por una opinión pública que no se ha resignado a soportar su afición populista, sus brutales excentricidades, la opacidad y tendencia libertina con que todo este tiempo ha manejado los asuntos públicos.

Pero la suerte de Peña Nieto en México está echada. Los familiares de los estudiantes muertos en septiembre del año pasado no han descansado un solo día en pedir justicia. El jefe de la campaña del PRI que encumbró a Peña Nieto en las elecciones de 2012, es investigado. Lo involucran en el mismo escándalo de las cuentas turbias del Banco de Madrid, que hasta aquí ha salpicado, sin que nada se investigue. La Asamblea Nacional, escenario natural para el debate en un país verdaderamente
democrático, clausuró el tema en la agenda.

A Dilma Rousseff le están pidiendo a gritos la renuncia en marchas multitudinarias, promovidas en buena parte por el Movimiento Brasil Libre, a través de las redes sociales. En el gigante de la América del Sur la moneda, el real, se ha devaluado 30% en un año. Nada si se lo compara con la terrible depreciación del bolívar nuestro de cada día, con sus devaluaciones oficiales o encubiertas.

Con el desastre de Argentina los venezolanos guardamos una cruel similitud. La señora Kirchner, que ha sido imputada, podrá estar en duros aprietos políticos, y legales, pero nada extraño sería que la sustituya en el poder otra figura del Partido Justicialista, gracias a la desorientación del bloque opositor, fatalmente dividido, tardo, incapaz de juntar fuerzas y darle una lectura apropiada y fiel a la necesidad de producir un cambio histórico, inaplazable.

En México una sociedad adolorida está de pie. En Brasil ocurre lo mismo con una población asqueada. En Argentina, las voces independientes y la presión pública, de calle, por parte de una nación que, más allá de los partidos, no cede, evitaron que la investigación del fiscal Alberto Nisman se apagara junto con su impensable “suicidio”.

En todas partes hay razones para la indignación, pero, ciertamente, en Venezuela se rompen todos los récords. Si algún suelo no puede permitirse el desaliento, la conformidad, la desesperanza aprendida, es precisamente éste que pisamos, y donde todos los días un poder envilecido nos pisa.

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