Buena Nueva – ¿Basta la fe?

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El que cree en El, no será condenado. Pero el que no cree, ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios” (Jn. 3, 14-21).

Duras y decisivas palabras. Palabra de Dios escrita por “el discípulo amado”, el Evangelista San Juan. Palabras que sentencian la importancia de la fe: el que no cree en Jesucristo, Hijo de Dios hecho Hombre … ya está condenado. Pero cabe, entonces la pregunta: ¿el que sí cree… ya está salvado? ¿Basta la fe para que seamos salvados?
Esta pregunta necesariamente nos recuerda las diferencias -hasta hace poco infranqueables- entre Católicos y Protestantes. Sólo la fe basta, se adujo en la Reforma que llevó a cabo la lamentable división iniciada por Lutero en 1517.

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Fundamentándose en la Sagrada Escritura, la Iglesia Católica siempre ha sostenido que la fe sin obras no basta para la salvación. Pero… ¿qué son las obras? Traducido a la práctica significa que en el Bautismo recibimos como regalo de Dios la virtud de la Fe y la Gracia Santificante. Y las obras consisten en cómo respondemos a ese don de Dios: con buenas obras, con malas obras o sin obras.

Para analizar, entonces, si la fe basta para la salvación y si las obras son necesarias, tenemos que referirnos a un documento titulado Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación, firmado en 1999 entre la Iglesia Católica y la Iglesia Luterana, en que se trata precisamente este tema tan importante.

De ese documento podemos sacar las siguientes conclusiones: no somos capaces, por nosotros mismos, de justificarnos, es decir, de santificarnos o de salvarnos. Nuestra salvación depende primeramente de Dios. Pero el ser humano tiene su participación, la cual consiste en dar respuesta a todas las gracias que Dios nos ha dado y que sigue dándonos constantemente para ser salvados. Eso es lo que la Teología Católica llama “obras”. Nuestra imposibilidad de acceder por nosotros mismos a la salvación es tal, que hasta la capacidad para dar esa respuesta a la gracia divina, no viene de nosotros, sino de Dios.
De allí que también San Pablo nos diga: “La misericordia y el amor de Dios son muy grandes; porque nosotros estábamos muertos por nuestros pecados, y El nos dio la vida con Cristo y en Cristo. Por pura generosidad suya hemos sido salvados… En efecto, ustedes han sido salvados por la gracia, mediante la fe; y esto no se debe a ustedes mismos, sino que es un don de Dios” (Ef. 2, 4-10).

Ahora bien, llegará un momento, el momento del fin, que nos llegará con toda seguridad, bien con nuestra propia muerte o bien porque se termine el tiempo y pasemos a la eternidad. En cualquiera de las dos instancias, en ese momento final ya no hay sino salvación o condenación. El Evangelio nos dice cuál es la causa de la condenación: “La causa de la condenación es ésta: habiendo venido la luz al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas” (Jn. 3, 19).

Cristo es la Luz que vino a este mundo, no para condenarlo, sino para salvarlo. ¿En qué consiste preferir la luz a las tinieblas? ¿En qué consiste aprovechar la salvación que Jesucristo nos trajo? Consiste en creer en El, seguirlo a El, tratar de ser como El y de actuar como El.

Entonces, a la gracia de la salvación realizada por Jesucristo respondemos con nuestras “obras”: oración, santidad, buenas acciones, obras de misericordia… Pero recordando que nuestra respuesta en obras es también don de Dios, porque el deseo y la posibilidad de realizarlas también vienen de Dios, para que nadie se equivoque (y de paso peque) creyendo que es muy capaz de salvarse y de ser santo con su esfuerzo.

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