Al leer el pasaje de los mercaderes del Templo de Jerusalén (Jn. 2, 13-25), los cuales fueron expulsados por Jesús a punta de látigo, las mesas de los cambistas volteadas y las monedas desparramadas por el suelo, tenemos que pensar qué nos quiere decir hoy a nosotros el Señor con este incidente. ¿Qué nos querrá decir el Señor cuando nos dice: “no conviertan en un mercado la casa de mi Padre”?
Si pensamos bien en la forma en que oramos ¿no se parece nuestra oración a un negocio que estamos conviniendo con Dios? “Yo te pido esto, esto o esto, y a cambio te ofrezco tal cosa.” ¿Cuántas veces no hemos orado así? A veces también nuestra oración parece ser un pliego de peticiones, con una lista interminable de necesidades -reales o ficticias. A ambas actitudes puede estarse refiriendo el Señor cuando se opone al mercadeo en nuestra relación con El.
Pero fijémonos que en este pasaje del Evangelio los judíos “intervinieron para preguntarle ‘¿qué señal nos das de que tienes autoridad para actuar así?’”. Y, a juzgar por la respuesta, al Señor no le gustó que le pidieran señales.
¿Y nosotros? ¿No pedimos también señales? “Dios mío, quiero un milagro”, nos atrevemos a pedirle al Señor. Más aún: ¡cómo nos gusta ir tras las señales extraordinarias! Estatuas que manan aceite o que lloran lágrimas de sangre, que cambian de posición, etc., etc. ¡Cómo se llenan los sitios donde hay señales de este tipo!
Si bien las señales extraordinarias pueden ser de origen divino, no podemos quedarnos en la señal misma, aunque venga de Dios. Y ¡ojo! –si no es de Dios la señal (y esto es lo que más abunda) -es muy peligroso, pues sirve para alejarnos de Dios y ponernos en manos del Enemigo.
Las señales extraordinarias -si son de Dios- son medios para que nos acerquemos más a El, no para que nos quedemos apegados a la señal misma, sea aceite, sangre, lágrimas, escarchas, etc. Cuando realmente los fenómenos extraordinarios vienen de Dios, son signos de la presencia Suya y de su Madre en medio de nosotros. Son signos de gracias especialísimas que tienen como fin llamarnos a la conversión y al cambio de vida. Y son dados para que nos acerquemos a El.
Y ¿en qué consiste ese acercamiento? ¿En seguir buscando fenómenos extraordinarios? ¿En entusiasmarnos con esas señales como si éstas fueran el centro de la vida en Dios? No. El acercarnos a Dios consiste en que sigamos su Voluntad. ¿Cómo? Cumpliendo sus mandamientos, aceptando lo que permita para nuestra vida, haciendo lo que creemos que El desea de nosotros.
El Señor nos invita a este acercamiento continuamente de maneras diferentes: con la Liturgia (estamos en Cuaresma, tiempo de conversión y cambio de vida). Y es cierto, a veces puede invitarnos (pero es lo menos frecuente) hasta con señales extraordinarias legítimas.
Pero, si es que el Señor enviara señales extraordinarias, éstas son para invitarnos a enderezar rumbos, para dirigir nuestra mirada y nuestro caminar hacia aquella Casa del Padre que es el Cielo que nos espera. Y allí llegaremos si cumplimos la Voluntad de Dios aquí en la tierra.
No podemos quedarnos con lo que no es sustancial. Lo esencial es buscar y hacer la Voluntad de Dios, cueste lo que cueste, sea lo que sea, sea cuando fuere…
No podemos quedamos en lo externo, en lo que podemos ver y palpar con los sentidos del cuerpo. No podemos seguir buscando estos fenómenos por todas partes, como si fueran el centro de la cuestión, pues el centro de la cuestión es otro: es buscar la Voluntad de Dios para cumplirla a cabalidad… y así no correr el riesgo de ser expulsados de la Casa del Padre, como les pasó a los mercaderes aquellos.
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