Sophrony Kirilov jala con gran esfuerzo las pesadas sogas de las campanas de la iglesia Ortodoxa Oriental más austral del mundo, llamando a todo aquel que quiera asistir a misa en esta remota isla antártica.
El sacerdote ruso de 38 años luce una sotana negra y un chaleco que tiene cosidos parches con imágenes de pingüinos y focas que representan sus cuatro años oficiando misa en el extremo sur del mundo. Si bien extraña a su familia y los inviernos oscuros y largos, dice que en ningún otro sitio se siente tan cerca de Dios como en esta frígida tierra.
«En el mundo no hay tranquilidad y silencio. Pero aquí es lo suficientemente silencioso», dijo Kirilov en la Iglesia de la Santísima Trinidad, un pequeño edificio de madera posado en una colina rocosa sobre un conjunto de viviendas prefabricadas donde residen científicos, cocineros y otros trabajadores que viven en este continente helado, al menos parte del año.
Kirilov, quien también trabaja como carpintero y albañil en la estación rusa de Bellinghausen, dice que su pasión por la Antártida está íntimamente ligada a su amor por la iglesia, que aún huele a cedro traído desde Siberia para que pueda resistir las heladas y el viento.
Sacerdotes rusos se turnan para vivir aquí por un año, más que nada para oficiar misa para los trabajadores de esta base rusa donde viven entre 15 y 30 personas, dependiendo de la época del año. Los religiosos le abren las puertas a cualquiera de los otros habitantes de esta isla, que británicos y chilenos llaman Rey Jorge y los argentinos 25 de Mayo. Se calcula que unas 100 personas permanecen aquí en invierno cuando las temperaturas llegan a 25 grados bajo cero (-13 Fahrenheit) y que en verano, en que las temperaturas no son tan bajas, y hay unas 500 en el aún helado verano antártico.
El edificio grisáceo revestido de tablillas fue construido en Rusia, desmantelado y transportado madera por madera, como «si fuesen piezas de Lego», cuenta Alejo Contreras, un explorador antártico chileno que observó la construcción y consagración de la iglesia en el 2004. Para protegerla de los vientos, está atada a la montaña con cadenas.
En el verano, los turistas y el personal de las estaciones internacionales de la zona desafían los vientos para venir a la iglesia, dejando sus botas embarradas de lodo y nieve en la entrada.
Algunos rezan en silencio, de pie o arrodillados, ya que no hay bancos en el diminuto interior, en tanto que otros se maravillan del iconostasio, la pared de iconos que separa el santuario con sus paneles dorados de santos barbudos y ángeles alados pintados en vivos colores.
Durante las misas dominicales Kirilov, lee las escrituras en ruso y canta con una voz angelical.
Los trabajadores rusos del Polo, igual que cualquier otro creyente, quieren apoyo espiritual, una iglesia dedicada a Dios», expresó Kirilov, quien tiene una barba en la que asoman canas y ojos azules con tonos grises.
Para llegar al campanario hay que subir una escalera y atravesar un agujero cuadrado como la entrada de un atico. A lo sumo caben tres personas apretadas en el sector de las pesadas campanas rusas, que penetran el silencio de la nieve con un sonido cacofónico e hipnótico parecido al de un cruce de vías férreas.
De noche la iglesia es iluminada de abajo y sirve de referencia como la luz de un faro para los barcos que cruzan el Mar del Sur.
La pequeña iglesia se encuentra a casi 16.000 kilómetros (10.000 millas) del monasterio de Kirilov cerca de Moscú. Pero está a pocos pasos del edificio rojo parecido a un bunker que es su hogar en la Antártida.
Junto a la puerta de entrada, en la que Kirilov pintó flores que le recuerdan la naturaleza en los oscuros meses de invierno, hay un par de esquíes que el religioso usa para explorar la isla.