En julio de 1992, desde “la cárcel de la dignidad”, Hugo Chávez Frías difundió a través del Correo Bolivariano y en nombre del MBR-200, un manifiesto titulado: “¿Y cómo salir de este laberinto?”
Allí, sin tapujos, propuso un plan que, alertó, podría generar “situaciones impredecibles”.
Los antecedentes de la intentona del 4-F, reciente entonces, con sedición, derramamiento de sangre y uso de la fuerza, dejaban claro de qué hablaba. Chávez decía que el presidente Carlos Andrés Pérez, a quien le faltaba apenas un año para entregar el cargo, era un “obstáculo”, por tanto debería ser removido o solicitársele la renuncia. Urgía a instalar un “gobierno de emergencia”, llamar a elecciones, reestructurar los poderes públicos, incluyendo a la FAN, para “romper su carácter autocrático”. Sugirió una Junta Patriótica, que se encargara de “propulsar el cambio”, y un “foro nacional”, para forzar “una etapa de transición hacia nuevos escenarios políticos, económicos, sociales y militares”.
Ahora resulta que el Acuerdo Nacional para la Transición, suscrito originalmente por Antonio Ledezma, María Corina Machado y Leopoldo López (hasta ahora lo han respaldado más de 50.000 firmas, pese a la satanización oficial), es golpista, desestabilizador, y bastó para apresar al alcalde mayor de Caracas. La palabra transición, la misma que antes invocó Chávez, ahora es maldita. Nicolás Maduro interpreta, sobresaltado, que ese manifiesto era la señal esperada para derrocarlo. No concibe hablar de transición y elecciones a la vez. La intolerante lógica oficial plantea que no hay transición democrática posible. Es decir, bajo la revolución todo cambio está proscrito. Queda prohibido plantear otro modelo, una forma distinta o contrapuesta de gobernar, alguna manera de salir no ya del “laberinto” al cual aludía Chávez en 1992, sino, como lo acaba de decir el padre S.J. Luis Ugalde, de un estado de cosas que es una “catástrofe nacional, excepto para quienes se aferran a su represivo poder dictatorial”.
No, señor. Si hablar de golpe de Estado es inconstitucional (y el último, que se sepa, lo dieron, o al menos fracasaron al intentarlo, quienes detentan el Gobierno desde hace 17 años), también es absolutamente antidemocrático atornillarse en el poder, con ambición de perpetuidad, disculpadas todas sus indecencias y crueldades por instituciones secuestradas, y “apadrinadas”, nominal y efectivamente, por una jerarquía militar que se declara socialista, chavista, en abierto desacato a lo dispuesto en el artículo 328 de la Carta Magna de 1999, que describe a la FAN como “una institución esencialmente profesional, sin militancia política”, la cual “en el cumplimiento de sus funciones, está al servicio exclusivo de la Nación y en ningún caso al de persona o parcialidad política alguna”.
Democracia es, en esencia, transición. Es alternancia en el poder, perfectibilidad. Es la posibilidad de producir cambios constantes, tanto de modelos como de protagonistas, a fuerza de votos pero también de presión popular, de lucha, de organización y denuncia. Si nos apegamos a la letra, la transición que postulan Ledezma, Machado y López, no se acerca siquiera a los tajantes o destemplados planteamientos de Chávez en 1992. No es, tampoco, el pacto avalado por sables, de aquellos a quienes la República les confiara las armas para salvaguardar su integridad. Además, las razones para la transición a la que Chávez convocó en 1992, no sólo siguen vigentes ahora: están exacerbadas, agravadas con impúdico descaro. Había corrupción en 1992, es cierto. Causaba estragos la descomposición social. El Estado venezolano, paquidérmico, desmoralizado, lucía sordo y sin respuestas ante los inaplazables reclamos de una nación ofendida. Y, ¿ahora qué? ¿Es distinto acaso?