Se me hizo un nudo en el estómago cuando una mujer de uniforme verde claro se me aproximó mientras arrastraba mi equipaje de unos 30 kilos, abarrotado de encargos, ropas y artículos electrónicos para mis amigos en el Aeropuerto de La Habana. Tras haber sido corresponsal en Cuba casi seis años, sabía lo que vendría después: una intensa requisa de la maleta por militares de rostro inexpresivo, un regaño, tal vez, incluso una multa.
Pero me dejaron pasar sin problema alguno. «Pasa, mi amor», dijo la agente con una sonrisa, señalándome la salida.
Fue la primera señal de la atmósfera más relajada y esperanzadora que encontré en mi breve visita a La Habana este mes; una atmósfera que no existía durante mi estancia en la capital cubana entre 1999 y 2009. Las diferencias que vi y sentí durante el regreso me hicieron darme cuenta de hasta dónde los diez años que pasé en la isla se caracterizaron por la ansiedad y el aislamiento, y las diferencias con el país en que se está convirtiendo bajo las modestas reformas del presidente Raúl Castro.
A todas partes que fui en La Habana había grandes esperanzas de más cambios después que Cuba y Estados Unidos anunciaron el 17 de diciembre que planeaban normalizar sus relaciones. Los cubanos parecieron especialmente entusiasmados ante la posibilidad de más visitas de estadounidenses.
Cuando viví aquí como periodista estadounidense, reinaba el rígido control del gobierno y la sospecha, especialmente durante mis primeros años. En una ocasión, un agente uniformado exigió entrar a mi apartamento en La Habana Vieja para asegurar que no tuviera una máquina de fax, considerada un dispositivo peligroso. Aunque había poco tráfico o comercio en las calles, había policías uniformados de azul en casi todas las cuadras, y ciertamente no con buena cara.
Como extranjera con acceso a dólares, mi circunstancia eran mucho mejor que las del cubano de a pie. Pero nadie podía escapar a todas las dificultades que quedaban tras el llamado Período Especial de los años 90, un período de austeridad económica que siguió a la pérdida de los subsidios de la Unión Soviética.
Los apagones duraban horas, lo que provocaba noches de insomnio en medio del fuerte calor del verano sin aire acondicionado. La falta de electricidad también hacía imposible bañarse en los edificios donde el agua subía a los apartamentos con una bomba eléctrica, y los alimentos se dañaban en el refrigerador. Había escasez de productos básicos como papel higiénico y huevos.
La desesperación económica de los cubanos se reflejaba en su trato con los extranjeros. Una mujer madura me siguió una vez caminando cuatro cuadras por la Calle Obispo en La Habana Vieja, rogándome que le diera un jabón que yo no tenía.
Una noche mientras conducía por el Malecón, la amplia avenida que corre paralela al mar y que entonces permanecía en penumbras por falta de alumbrado público, casi atropello a una mujer joven en un vestido corto que estaba parada en medio de la vía haciendo señas a los conductores para que se detuvieran.
Pero al regresar a La Habana esta vez no vi a ninguna de las llamadas jineteras que otrora recorrían el Malecón y entraban furtivamente al vestíbulo de los hoteles. Esta vez los cubanos no me acosaron en la calle para pedirme dinero y noté pocos policías uniformados en las esquinas.
Numerosos edificios en toda la capital, algunos construidos hace más de dos siglos, todavía necesitan desesperadamente una capa de pintura, y en muchos casos las fachadas están en ruinas. Peligrosas marañas de cables eléctricos y de teléfono cuelgan sobre calles estrechas llenas de baches.
Pero ahora los autobuses de turistas se estacionan en el extremo este del Malecón, desde donde los visitantes emprenden su recorrido por las plazas coloniales de La Habana Vieja. Y una hilera de postes históricos del alumbrado público ilumina la vía por la noche.
La gran mayoría de los cubanos todavía depende de un salario del gobierno, que promedia el equivalente a unos 20 dólares al mes _la misma cantidad que cuando me fui de la isla_ además de los subsidios de alimentos, vivienda, servicios básicos y transporte.
Y muchas personas siguen haciendo lo que hace falta para sobrevivir, con un segundo empleo, o viviendo «por la izquierda», lo que quiere decir que suplementan sus magros ingresos vendiendo artículos robados de centros de trabajo del gobierno, o los productos racionados que les corresponden mensualmente.
Encontré a varias personas que conocía de antes a quienes no les iba bien, sin los recursos o la energía necesarios para beneficiarse de las reformas. Una antigua vecina de unos setenta y tantos años lloró al contarme los retos de subsistir con trabajos ocasionales y una pensión mensual de poco más de 5 dólares.
Varios otros conocidos se habían marchado del país en busca de mejores oportunidades, no sólo a Estados Unidos, sino también a Venezuela y España.
Los cubanos que ya tienen sus propios negocios dijeron que las reformas significan que ahora las autoridades los acosan menos y que se puede tratar de mejorar. Jean Barrionuebo, quien trabajó como taxista ilegal durante seis años antes que el gobierno le diera un permiso hace dos, me dijo que «la presión de tratar evitar una multa te impide que seas muy productivo».
«Nosotros los cubanos estamos locos por salir de este conflicto con Estados Unidos», dijo Barrionuebo, quien maneja un viejo Moskvitch ruso que compró después de vender un apartamento que heredó de sus padres. «Esto ya lleva 56 años y son los cubanos que tenemos que pagar el precio».
El impulso por mejorar las relaciones entre Cuba y Estados Unidos ha colocado el tema de los derechos humanos en el centro de la atención para los funcionarios estadounidenses y activistas de derechos humanos, pero la mayoría de los cubanos con quienes hablé parecían menos interesados en eso que en ganar más dinero para mantener a sus familias. Y la mayoría de los antiguos amigos y conocidos a quienes vi parecían estar mejor _o al menos no peor_ que antes.
«íA-NÍ-ta! íMu-CHÁ-cha!», exclamó una señora que hacía la limpieza cuando entré al renovado edificio histórico donde The Associated Press tiene sus oficinas. Varias otras personas de limpieza, guardias de seguridad y trabajadores de mantenimiento me saludaron con entusiasmo caribeño, haciéndome sentir que regresaba después de sólo seis días, no seis años.
Me contaron con tristeza de la muerte de Lázaro, el vendedor callejero que vendía gladiolos en la plaza empedrada. Me contaron que Ernesto, el electricista, quien me pidió que fuera testigo de su segunda boda en el Palacio de los Matrimonios del gobierno, se había ido a Miami, ahora con su sexta esposa.
Los cambios económicos que vi son consecuencia de las reformas iniciadas por el presidente Raúl Castro después que se hizo cargo del gobierno en sustitución de su hermano Fidel a principios de 2008.
Lo primero que hizo fue eliminar el «apartheid turístico» que prohibía a los cubanos quedarse en hoteles reservados a los extranjeros. Posteriormente se eliminó la prohibición a la venta de casas y vehículos particulares, y se autorizaron los taxis privados. El gobierno también eliminó la odiada «tarjeta blanca», la visa imprescindible para que los cubanos pudieran salir de su propio país, incluso de vacaciones.
Las señales de la reforma más reciente ya se ven _la unificación de las dos monedas que conviven en la economía cubana_ en las tiendas del gobierno, donde los precios se muestran en pesos ordinarios, que valen unos 4 centavos de dólar, así como en pesos convertibles, vinculados directamente al dólar.
La distribuidora de muebles Elia Rodríguez habló de cómo los cubanos con dinero ganado en sus negocios privados ahora pueden comprar más de los tesoros de caoba que yo le compraba hace más de una década. «Todos quieren que su casa se vea bonita», dijo Rodríguez antes de despedirse para atender a un grupo de clientes.
De pie, en medio de las mecedoras que en Cuba se llaman comadritas, y armarios antiguos con manijas de bronce, Rodríguez me dijo que los inspectores que solían venir una vez al mes y la hacían perder el tiempo mientras revisaban el local y los registros, llevan más de tres años sin ir por allí.
Inicialmente era un negocio de restauración de muebles junto con su esposo, hija y yerno, pero Rodríguez dice que ahora puede contratar a personas que no sean familiares para trabajos de acabado y vender las piezas más rápido.
Entre los primeros negocios privados que el gobierno permitió en los años 90 están los restaurantes familiares llamados paladares. Semiocultos dentro de casas particulares como si fueran secretos, estaban restringidos a 12 sillas y la venta de licores fuertes y productos «de lujo» como camarón, langosta y carne de res, estaba prohibida.
En uno de la docena de paladares que operaban entonces en la capital, mis amigos y yo solíamos pedir un jíbaro, palabra en clave que significaba un bistec, que era ilegal.
Hoy, cientos de restaurantes privados operan en La Habana y pueden servir lo que deseen, mientras puedan probar que compraron esos alimentos y bebidas legalmente. También pueden servir a la cantidad de clientes que deseen y anunciar sus servicios.
Una noche reciente, un animado grupo de una docena de estadounidenses que visitaban la isla en un viaje con licencia del gobierno norteamericano llenaban el salón principal del enormemente popular paladar El Atelier. En La California, los especiales del día se anuncian en un pizarrón colocado junto a la puerta de entrada, en inglés.
Los mercados campesinos, donde los vendedores fijan sus propios precios, también se autorizaron en los años 90 inicialmente para asegurar que la gente pudiera comer en medio de la crisis económica.
Al volver al mercado de la Calle 19 que solía frecuentar, encontré menos vendedores pero más variedad de oferta. Había brócoli y coliflor junto a boniatos, malanga, calabazas enormes, berenjenas y una amplia variedad de granos. Aunque los productos resultan baratos para los extranjeros, siguen siendo caros para la mayoría de los cubanos, quienes seleccionan con todo cuidado unos pocos una vez al mes: unas cebollas y un frasco de pasta de tomate casera.
Durante todo este tiempo que estuve ausente abrieron varios negocios al otro lado de la calle: un quiosco de jugos, un pequeño expendio de pizzas, una tiendita que vende bolsas de cuero y cafeteras rústicas de metal. También había un quiosco de reparación de relojes, un plomero y un cerrajero.
Dentro del mercado bajo techo Leonardo Santos, de 51 años, vendía coco a 35 centavos la libra bajo un letrero azul que anunciaba «My Name is Santos» a los grupos de estadounidenses que a veces pasan por allí.
Radamés Betancourt, un hombre de 81 años que se dedica a llevar las bolsas de los clientes a cambio de una propina, sonrió cuando me reconoció tras mirarme detenidamente. Betancourt me dijo que está encantado con la perspectiva de una mejora en las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, y más visitas de estadounidenses.
«Que vengan, que vengan», dijo entusiasmado. «Llevamos esperándolos mucho tiempo».