Aunque la lepra es una enfermedad orgánica real, siempre se le ha considerado como la expresión física de la fealdad y el horror que es el estado de pecado. Por cierto, la lepra no ha sido totalmente extinguida aún (hoy se registran 230.000 nuevos casos por año, 700 en Venezuela). Sin embargo, mientras la lepra del cuerpo es tan repugnante y tan temida, la del alma pasa casi inadvertida.
Según la Ley de Moisés, la lepra era una impureza contagiosa, por lo que el leproso era aislado del resto de la gente. La Ley daba una serie de normas para el comportamiento del leproso, de manera de evitar el contagio con los demás. Se prescribía que debía ir vestido de cierta manera y debía ir anunciando a su paso: “Estoy contaminado! ¡Soy impuro!” (Lv. 13, 1-2.44-46).
Se creía también que la lepra era causada por el pecado. Por eso, los leprosos eran considerados impuros de cuerpo y de alma. Todos los demás daban la espalda a los leprosos. Menos Jesús. Son varias las curaciones de leprosos que realiza el Señor.
Una de ellas es la de un leproso que se le acerca y, de rodillas, le suplica: “Si tú quieres, puedes curarme”. “Querer es poder”, pensó este hombre. Pero su postura y sus palabras denotan humildad y confianza plena en lo que el Señor decida. Por eso Jesús, que sí puede, también quiere. Y, “extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí, quiero: Sana!” Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio. (Mc. 1, 40-45).
¡Qué grande fe la de este pobre leproso! Y ¡qué audacia! No tuvo temor de acercarse al Maestro. No tuvo temor de que le diera la espalda. No tuvo temor de ser castigado por incumplir la ley que le impedía acercarse a alguien. Es que la fe cierta no razona, no se detiene. Quien tiene fe sabe que Dios puede hacer todo lo que quiere.
Nos dice el Evangelista que Jesús “se compadeció”, “tuvo lástima” del leproso. ¡Y cierto! El Señor tiene lástima de la lepra que carcome el cuerpo. Por eso la cura. Pero mucha más lástima y más compasión tiene Jesús de la lepra que carcome el alma. Por eso hace algo más impresionante aún: para curarnos a todos de la lepra del alma, toma sobre sí nuestros pecados, apareciendo en su Pasión “como un leproso”, según lo anuncia el Profeta Isaías (Is. 53, 4). Y así nos salva.
¿Qué más nos enseñan estos pasajes de la Biblia sobre la lepra? Primeramente el horror que es el pecado. Luego, la actitud del Señor ante el pecador que busca su ayuda. Y… ¿qué hacer nosotros, pecadores, ante nuestros pecados? ¿Qué hizo el leproso? Acercarse a Jesús con convicción, sin temor y con una fe segura. Pero muy importante: se acercó también con humildad, “suplicándole de rodillas”. Esa debe ser nuestra actitud: reconocer nuestra lepra, buscar ayuda del Señor y acercarnos a El con convicción y sin temor, pidiéndole que nos sane. El Señor no tendrá asco de nuestra lepra, si humillados nos presentamos ante El. No importa cuán grave sea nuestra situación de pecado. Sabemos que no podemos curarnos por nosotros mismos. Pudiera ser que por muchos -por muchísimos años- vengamos arrastrando una enfermedad del alma, una lepra que parece incurable. Pero, si Dios quiere, puede hacer cualquier milagro… como el del leproso que se le acercó con fe, con confianza, sin temor, con convicción.
¡Qué mejor oportunidad para obtener la sanación de nuestra lepra espiritual que la Confesión! Por más fea o más larga que sea la lepra de nuestra alma, necesitamos arrepentirnos de nuestros pecados, confesarlos ante el Sacerdote, recibir a Jesús en la Sagrada Comunión. Así de fácil los requisitos. Así de grande la recompensa: quedamos sanos totalmente, como el leproso, para comenzar una nueva vida de gracia en Dios. Vale la pena.
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