La Corte Interamericana de Derechos Humanos, órgano principal del Sistema de Protección de Derechos Humanos en las Américas, atraviesa hoy por momentos muy extraños.
Cuando menos eso cabe decir luego de que algunos de sus fallos recientes – no es del caso enumerarlos – desmontan silenciosamente la larga doctrina democrática fijada con prudencia por ella, de un modo pacífico, a partir de 1987.
Suman 681 las enseñanzas de la misma Corte que sirven de fundamento de validez y le dan fuerza vinculante a los elementos esenciales y componentes fundamentales de la democracia; odre sin el cual toman cuerpo las violaciones sistemáticas a la dignidad humana y la impunidad de sus responsables, por lo general, los gobiernos de nuestros Estados. Mi reciente libro Digesto de la democracia (2014) así lo atestigua.
Antes fue la legítima diatriba que plantean dos honorables jueces, los más experimentados de la Corte y uno de ellos albacea, sin duda alguna y por su antigüedad, de su memoria jurisprudencial, que ha sido fuente de inspiración, incluso, para los jueces europeos de derechos humanos. La diatriba del caso ocurre cuando uno de los miembros de dicho Alto Tribunal Interamericano, sin renunciar a sus funciones como tal y avalado por el actual Presidente, se presenta como candidato a la Secretaría de la OEA y al efecto negocia apoyos con los Estados miembros y sus gobiernos; mismos a quienes la Corte sienta cotidianamente en el banquillo de los acusados.
Al final el asunto se resuelve con la renuncia del aspirante a sus aspiraciones luego de advertir que a su pretensión le falta destino.
Pero el daño moral a la institución queda irrogado. Surgen dudas, así y por vez primera, acerca de la imparcialidad e independencia que se acredita en buena lid la Corte desde su fundación; no obstante que de tanto en tanto juristas y hasta miembros de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos discrepen de sus sentencias y criterios, como es normal.
No es extraña a la preocupación de la Corte Interamericana la circunstancia política que vive la región desde cuando, sobre todo a partir de los primeros años del siglo XXI, se instalan distintos gobiernos de corte autoritario, populista y personalista; legítimos en su origen, pero impresentables en cuanto a sus ejercicios democráticos. Desde dichos gobiernos se cuestiona el ideario democrático contenido en la Carta Democrática Interamericana de 2001 y se impide, además, la actuación protectora no solo de la OEA sino del Sistema de Derechos Humanos en su conjunto, transformado al efecto – sobre todo la Comisión Interamericana – en una estafeta de denuncias sin respuesta.
El expresidente de la Corte, aquilatado jurista mexicano, Sergio García Ramírez, en 2009 advierte que las tiranías clásicas en Latinoamérica invocan la seguridad nacional para favorecer sus excesos, pero que “otras formas de autoritarismo, más de esta hora, invocan la seguridad y el interés general “para imponer restricciones a los derechos y justificar el menoscabo de la libertad”.
Esta vez llega la desdorosa noticia de que el joven presidente de la Corte, uno de sus nuevos miembros, Humberto Sierra Porto, quizás por falta de experiencia judicial y sin reparar en las limitaciones éticas que demanda su delicado oficio, invita al gobernante ecuatoriano Rafael Correa para reconocerle su trayectoria “en la defensa y promoción de los derechos humanos”.
Correa, quien aparece tomado de manos con el citado juez en la sede del Tribunal, es quien destruye en su país la libertad de expresión y prensa, columna vertebral de la democracia, y cuyo gobierno ha poco es condenado severamente por violaciones graves al Estado de Derecho, por atentados a la Carta Democrática Interamericana.
Siento pena por la Corte. Acompaño la indignación que ha de haber hecho presa en algunos de sus jueces.
Pero comprendo como nunca antes que si la democracia pierde asidero moral cada vez que sus enemigos prosternan los valores éticos que deben presidirla o la usan y tiran como si se tratase de un objeto de consumo para acumular más poder, daño peor le irrogan las deslealtades e inconsecuencias que sufre a manos de los llamados a sembrarla donde no existe, cultivarla donde ha prendido, o cuidarla allí donde ya aporta sus mejores frutos.
La información sobre lo ocurrido agrega que la Corte recibe un aporte en dinero del gobierno del Ecuador para su desempeño.
Deja atrás y traiciona, así, el fallo pedagógico y aleccionador de la Corte que dicta en 2013 para defender la Carta Democrática en sus predicados, cuando al juzgar al Estado que dirige Correa señala que el cierre que éste provoca de su Corte Constitucional no sólo atenta contra la independencia de la Justicia y tiene carácter “desestabilizador”, sino que implica una “violación multifrontal” de la Convención Americana. Y es eso, por lo visto, lo premiado por el párvulo magistrado colombiano.