Un Presidente, por lo general, y aun entre los pueblos más pobres del mundo, acumula poder, define el destino de muchos. En un país presidencialista, ese poder se magnifica. Y si un Presidente gobierna una nación donde Estado y Gobierno se funden, hasta ser una misma cosa, con los órganos del poder público coaligados en abierta promiscuidad institucional y al servicio de una misma bandería política, sin separación ni autonomía posible, entonces se estaría hablando de un Presidente con un poder exagerado, sin contrapesos, absolutista.
Es el caso de Nicolás Maduro. Habiendo arribado al mando por obra de una antidemocrática y nada constitucional “sucesión”, plagada de ilegitimidad, se considera el ungido de una fuerza sobrenatural, inapelable. Basta que en horas marcadas por el aturdimiento agónico lo haya señalado, en un ejercicio de descarte, el dedo de su mentor “eterno”, bajo cuyo manto se guarece. Su básico desempeño, su deplorable lenguaje, su propensión al desplante, el regodeo de sus inocultables limitaciones, es propia de quien no se siente obligado a nada. Venezuela entera, más bien, debería agradecerle sus inmaculados servicios.
Rendir cuentas, para él, es un acto frívolo, una mera formalidad que logra vaciar de toda solemnidad y rigor, porque hasta la fecha la acomodó a sus antojos, inmutable, indolente, en los suelos de una patria que ardía, y sigue ardiendo, en las fiebres de su incertidumbre, de sus miedos y ahogos. Por eso acabó convirtiendo su comparecencia ante el país en un ilusorio derroche de simplezas, de anécdotas vacías, reciclaje de promesas incumplidas, consignas partidarias, ambigüedades calculadas para decir, y decir, horas enteras, sin decir nada. En suma, una improvisada feria de chanzas y evasivas poco creíbles, nada serias, que ninguna interrogante despejó, ningún temor aplacó.
Fue una falta de respeto a un país en ascuas, que aguardaba con grave expectación su regreso de lejanas tierras, para ver qué buenas nuevas traía, cuál era el fruto de sus meditaciones y consultas. Una vez más, en lugar de convocar a la nación, como un solo cuerpo social, unido y reconocido, optó por sembrar las minas de la división, del desencuentro. Suena, por decir lo menos, incomprensible, que se abra un discurso, su Memoria y Cuenta, en cadena de radio y televisión, con el recuerdo del camarada diputado asesinado, como si se tratara de la única muerte violenta lamentable y merecedora de guardar un minuto de silencio (24.980 personas cayeron abatidas por el hampa durante el año 2014); y, a renglón seguido, con el reproche a la falta de capacidad de reflexión, y de oír, por parte de “la derecha” y sus “políticas fracasadas”, la guerra económica de empresarios “parásitos”, desestabilizadores, todo para proclamar que “en 2014 triunfó la paz”, y que tenía su mano extendida, conciliadora.
Reconoció que la economía venezolana afrontó “dificultades económicas serias”, con un decrecimiento de 2.8% y la inflación ubicada, según el BCV, en 64%; pero no dijo cómo vamos a salir de ese enorme atolladero. ¿Cuál es el programa a seguir? ¿Acaso no se apretará el cinturón el Gobierno, el gasto público se mantendrá como en los tiempos de una bonanza que, conforme tuvo que admitir, no volverá? El anuncio sobre el tópico quizás más esperado, el de la política cambiaria, se limitó a la vaga enunciación de un “sistema transitorio”, de tres mercados, que vaya usted a saber cómo se come eso. En torno al aumento de la gasolina, tantas veces asomado, tantas veces negado, volvió a “abrir el debate”, sin más.
Ofreció bonos, pensiones, viviendas, mantener los planes sociales, pero no aclaró como lo hará con ingresos petroleros reducidos, este año, a la mitad, con las reservas en descenso y el insostenible peso de la deuda acumulada. La calificación de los papeles de la República se ha resentido tanto que el riesgo de suspensión de pagos está allí, latente. El FMI pronostica para este año una contracción del 7% Además, la posibilidad de concretar fuentes de financiamiento externo e inversiones no va más allá del “amor” que siente Vladimir Putin hacia la revolución bolivariana y el “afecto muy particular de los pueblos árabes”.
Una forma sutil de justificar las manos vacías, y las vergüenzas a las que de repente se ve expuesta una potencia.
No tiene derecho el Presidente, ningún Presidente, a tratar así a sus gobernados, como seres inferiores obligados a soportar estoicamente sus despropósitos e ineptitudes. Las Sagradas Escrituras nos recuerdan que el nombre de Dios no debe ser usado en vano y que la invocación sólo procede cuando se le bendice y alaba. El poder de un Presidente, que deriva de la soberanía del pueblo, no es ilimitado ni eterno. Está supeditado a la ley, a los principios inmanentes a la democracia, a la vida en sociedad. Y su actual desempeño, mírese por donde se mire, es una crasa, torpe e intolerable burla a la inteligencia de un pueblo noble, digno de un mejor destino.