Alberto Barrera Tysca, en su acostumbrada columna dominica en el diario El Nacional, afirma entre otras muy interesantes cosas, que en Venezuela “es muy difícil no ser un radical”. Tiene toda la razón del mundo cuando establece la diferencia entre radicalismo y extremismo, confusión bastante difundida en nuestro medio político.
El país necesita de una dosis superior de radicalismo para superar definitivamente la crisis actual. Ser radical es ir a la raíz de los problemas sin agotarnos en las consecuencias que, por supuesto deben ser atendidas. Pero si nos olvidamos de atacar las causas, las consecuencias serán repetitivas como seguimos experimentando. Es tiempo de despertar, tomar conciencia y agarrar al toro por lo cuernos. Basta de medias tintas, de demagogia abierta o encubierta, de silencios cobardones y de complicidades que, más tarde o más temprano, dejan en evidencia a los protagonistas de las mismas.
Venezuela necesita con urgencia un cambio de régimen. Como paso previo debe haber un cambio de gobierno y, por supuesto, a la cabeza de ese cambio debe estar quien se desempeña como presidente, más allá de su falta de legitimidad y de legalidad, tanto con relación a su designación como al ejercicio del cargo. No se trata sólo de la sustitución de una persona por otra. Ni siquiera de la instalación del equivalente a una junta de gobierno como en el pasado. No basta. El país no está dividido en dos sectores cuantitativamente parejos y cualitativamente mucho menos. El problema es por la existencia de una cúpula cívico-militar que controla las instituciones del Estado frente a la nación, la gente de carne y hueso que sufre todos los males imaginables, sobre diagnosticados por propios y extraños. Dentro de este pueblo tenemos ideas y proyectos. También quienes tendrían las responsabilidades mayores. El cambio no será un salto en el vacío. Será la acertada respuesta a la vergüenza actual.