Crónicas de Facundo: Francisco y la libertad de expresión

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Una vez más el Papa Francisco camina sobre tierra cenagosa. Asume riesgos ante las oscilaciones emocionales de la opinión pública para orientarla sin medianías, sin concesiones a lo transitorio.

Hace buena su enseñanza, anterior a su ingreso a la Cátedra de Pedro, sobre el yerro de analizar la realidad desde la “moralina de los curas” o en “estado de instalación en el centro”.

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En 2005 habla, en efecto, sobre la “enfermedad del eticismo”. Alude a quienes “pretenden destilar la realidad en ideas”, a“los intelectuales sin talento”, y a “los eticistas sin bondad”.

A la vez, dice que la comprensión de la realidad – donde todos habitamos – es casi imposible para quienes la observan desde la indiferencia: “No vamos a entender la realidad de lo que nos pasa como pueblo, y por lo tanto no vamos a poder construir en el presente el coraje para el futuro con la memoria de nuestras raíces, si no salimos del estado de “instalación en el centro”, de quietud, de tranquilidad, y no nos metemos en lo periférico y lo marginal”, son sus palabras.

Interpelado por un periodista francés acerca del atentado terrorista que sufren los caricaturistas de Charlie Hebdo y que reivindica el fundamentalismo islámico oponiendo el derecho a la libertad religiosa y su respeto con el ejercicio de la libertad de expresión y prensa, dice, claramente, que nadie puede asesinar en nombre de Dios o la religión; pero “si ofendes a mi madre cuando menos te doy un puñetazo”, agrega el Papa, palabras más, palabras menos.

Obviando la crítica trivial – que quizás no la es tanto, salvo que omitamos la citada “moralina” – respecto del mandato evangélico de ponerle a nuestro agresor la otra mejilla, lo que afirma Francisco es cabalmente ortodoxo. En lenguaje normativo quiere decir y decirnos que todo abuso de la libertad que busca desconocer el derecho de los otros concita la reacción legítima de la víctima, a quien se debe reparar; pero la víctima no puede reaccionar arbitrariamente, sin proporción.

Es esa, quiérase o no, la regla central sobre la que se construye la democracia, el Estado de Derecho, y el ejercicio de los derechos humanos.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos es consistente al respecto. La libertad de expresión no admite censura previa, pero tiene límites, como “el respeto a los derechos o la reputación” de nuestros semejantes. Y los afectados por su abuso pueden replicar, y hasta demandar responsabilidades al ofensor.
De ello no se deduce – lo precisa la Corte – que el Estado y sus gobernantes puedan, como ocurre en América Latina, manipular tales exigencias para perseguir o silenciar a sus adversarios o a quienes les ironizan hasta el desprecio, a través del humorismo.

Sólo mediante leyes democráticas que respondan a fines democráticos, y se apoyen en reglas precisas, ajenas a la discrecionalidad de quienes detentan el poder, cabe establecer, justamente, esos supuestos de responsabilidad o reacción legítima – el “puñetazo” del que habla el Papa – cuando la libertad de expresión u otra como el culto desbordan sus límites legítimos; lo que únicamente puede ser valorado por jueces independientes e imparciales, que evitan el ojo por ojo o el “precio de sangre” e imponen la Justicia.

La cuestión del respeto a las ideas religiosas ha sido abordada por la jurisprudencia interamericana con motivo de la censura impuesta por el Estado chileno a la película “La última tentación de Cristo”.

Según la opinión de la catolicidad ofende gravemente a los creyentes, por desfigurar y profanar la vida de Jesús.

La Corte entiende que la censura previa es “inconvencional”, ya que contraría las exigencias y límites de la libertad de expresión; pero al abordar el tema de la libertad religiosa, en el caso citado se limita a señalar que no median pruebas concretas para concluir en su vulneración. Aún así transcribe sin crítica, como doctrina vertebral, lo dicho por la Corte de Apelaciones chilena acerca de la cuestión, que vale para lo religioso y para lo político en una verdadera democracia: “Pluralismo no es enlodar y destruir las creencias de otros ya sean éstos mayorías o minorías sino asumirlas como un aporte a la interacción de la sociedad en cuya base está el respeto a la esencia y al contexto de las ideas del otro”.

De modo que, a lo observado por Francisco cabe agregar su otra reflexión también antigua, pues previene acerca de los fanatismos ideológicos o confesionales que toman cuerpo en Europa occidental: “Se nos exige, aún más en los tiempos difíciles, no favorecer a quienes pretenden capitalizar el resentimiento”… pues, “para una cultura del encuentro necesitamos pasar de los refugios culturales a la trascendencia que funda”; sólo posible mediante el diálogo y la confrontación de las ideas, es su criterio, muy liberal y democrático.

 

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