Siempre recuerdo a un viejo amigo, una de esas personas que son “recontra” buena gente, quien en su juventud, había sido militante de base o simpatizante del partido comunista. “Echó pa’lante” hasta tener su pequeña empresa. Siempre muy trabajador. Siempre conservó en su corazón su simpatía de izquierda. Yo también andaba muy entusiasta con las revoluciones de aquellos tiempos que pintaban un cambio profundo de progreso, justicia y paz para la humanidad.
Al reencontrarnos ahora, mi amigo me miró con aire de reflexión profunda, un dejo de tristeza, como quien revisa su vida entera y me dijo: “Como que todo siempre fue un engaño”. Me sorprendió y no supe qué decirle pero lo comprendí. Sabía lo que para él significaba el derrumbe de una ilusión de juventud aunque la invasión soviética a Checoslovaquia ya debía haber sepultado para siempre toda expectativa, la poca que aún podía quedar para él tras Stalin, tras la construcción del Muro de Berlín y los abusos de los hermanos Castro. Para mí, desde muy jovencito, estudiante rebelde de finales de los años sesenta y el primer lustro de los setenta, inconforme con las injusticias sociales, soñador con un mundo mejor, estaba claro que el “modelo” dictatorial, no democrático, de monopolio estatal, de controles, censura, el comunista soviético o el maoísta, no era una alternativa que inspirara nada. Ni Guatemala ni Guatepeor, pues. Como tantos de mi generación oteábamos el horizonte buscando otra cosa que compilara plenas libertades, amplia democracia, justicia social, oportunidades de progreso y ascenso social para todas las personas, creatividad, futuro. Quizás, por ello, nunca milité en el partido comunista.
Pero por aquellos años ni por asomo se me ocurría que en poco tiempo sería derrumbado el Muro de Berlín y, lo mejor, sin disparar un tiro, que los trabajadores polacos forzarían cambios hasta obligar al régimen a hacer elecciones y vencerlos en ellas, que la URSS se disolvería – igual sin tiros – ni que el sátrapa Pinochet sería derrotado con votos en un plebiscito. Tampoco me cruzaba por la mente que en nombre de “la revolución y el socialismo” en mi Venezuela se entronizaría, tres lustros más tarde, un proceso de atraso e involución cien veces más corrupto que la corrupción de entonces.
Nunca es fácil salir de las dictaduras o de los gobiernos “neo totalitarios” de estos tiempos que sin ser dictaduras clásicas son semejantes y en algunos asuntos, peores. Ni de las dictaduras de extrema derecha como la de Pinochet o los gorilas argentinos de los años 80, así como tampoco de las dictaduras de “izquierda comunista”, tipo soviética y fidelista. Hace falta coraje, determinación, tenacidad para la resistencia, organización y al mismo tiempo hace falta mucho más que los simplismos estériles del “tener bolas” o de creer que todo se reduce a embestir la pared cual toro embravecido porque quien no lo haga es “traidor”.
Todas las revoluciones democráticas que han tenido éxito y, sobre todo, las que han logrado trascendencia para abrir largos periodos de democracia, gobernabilidad y progreso tuvieron liderazgos políticos que junto al coraje, la lucha social y política, exhibieron inteligencia con mucho talento democrático, sin fanatismos ni revanchismos. El cambio, al final, llegó con votos. La concertación democrática en Chile participó de un plebiscito – en condiciones altamente desequilibradas – al que la dictadura debió llegar a regañadientes. Así como resistieron supieron luchar también en el terreno del voto. Mandela, ya sabemos, negoció con los que cometieron las atrocidades del apartheid. Supo abrir la puerta del futuro. En España, los que debían ser los herederos de Franco acordaron con los rivales republicanos y de la izquierda, los antiguos enemigos de la guerra civil, una transición democrática ejemplar. En todos esos casos hubo fanáticos que denostaron de los cambios. Nadie se acuerda de ellos y en cambio si de Mandela, Lech Walesa, Vaclav Havel, Ricardo Lagos, Felipe González, Adolfo Suárez. Estos nos recuerdan que hay esperanza.