Cada 14 de enero, desde 1856, la Divina Pastora, guía espiritual de los larenses, se abre paso en la ciudad, para recordarnos que sólo la fe salva y que sin ella somos un cascarón vacío, un cuerpo desprovisto de amor y esperanza.
Desde hace 159 años, los habitantes de Santa Rosa, comarca fundada con indios gayones traídos desde Araure, se sobrecogen de nostalgia al ver partir a la Virgen, en procesión; y, de este otro lado se colma de regocijo una muchedumbre que, en incontenible muestra de fervor, la acompaña en su místico camino hacia la Catedral.
Serena y generosa Pastora de Almas, a su imagen sagrada se dirigen las miradas risueñas, por ella resuenan en íntimo alborozo tantos corazones agradecidos, ante cada don que concede. Pero también suspiran y claman en grito desesperado todos aquellos que se ven azotados por la tribulación, el dolor, los pobres en espíritu, los que en su humildad se acercan a su gloria y se bañan en ella. En su manto encuentran consuelo y redención quienes lloran, conforme a las bienaventuranzas predicadas por Jesús a sus discípulos, en el célebre Sermón de la Montaña.
En un país que no acaba de ser edificado sobre bases sólidas, que, época tras época, presenta instituciones condenadas a lucir inconclusas, improvisadas, siempre abundarán las razones para aguardar con ansiedad que la Divina Pastora derrame sobre todos el bálsamo de su misericordia. No es la excepción esta vez.
La nación está posada, ahora, sobre una enorme incógnita. Nos acosa una irrespirable incertidumbre.
Nadie sabe qué futuro nos espera. En las altas esferas la corrupción se pavonea con el resplandor de riquezas malhabidas, nos restriega en la cara su eterna y grosera bonanza, mientras el pueblo de a pie agota días enteros, con sus madrugadas e intemperies, en colas infames, animado por las ansias de asegurarse la ración aprobada de pañales, jabón, el gas doméstico, los alimentos. La calidad de vida se ha deteriorado en extremos agónicos, con servicios públicos que son una verdadera calamidad. Es más, el valor de la propia vida, apostada en los detestables casinos de la violencia, arrebatada a sangre fría en cualquier esquina con la excusa más fútil, o sin ella, por el sólo placer de matar, es una amenaza que nos va pisando los talones, hasta arrinconarnos en la más absoluta indefensión.
Derrama, Madre, sobre las cabezas de todos, sin excepción, el perfume de tu amor infinito. Haz que valoremos la vida que el Creador nos ha dado, y sólo a Él pertenece. Reconcílianos con la palabra, con la oración, con la fe. Destierra de entre estos y aquellos la cultura de la muerte, el pregón del odio, esta siniestra ideología del cinismo, la ciega división y el no reconocimiento del otro. Inaugura los esplendores de la reconciliación, la siembra en tierra fértil de los valores de la piedad y el perdón. Infúndele modestia y sensatez al poderoso y entendimiento y dignidad al débil, para que los primeros encuentren sujeción y límites a sus ultrajes, y los últimos logren, al fin, librarse de sus cadenas y opresiones.
Nosotros, desde aquí, abrimos nuestras páginas centenarias, límpidas, a la espera de recibir tu bendición. A ti, Madre, te imploramos hace un año que nos concedieras la gracia de sostener en pie esta casa, donde también moras tú. El milagro se hizo. Por ello ha sido posible ofrecerles a los lectores este miércoles 14, en ocasión de la procesión número 159, un cuerpo especial, en el cual podrá encontrarse un valioso material de consulta e información, acerca de esta conmovedora expresión de devoción mariana. Es un trabajo que, a título de ofrenda, ha sido preparado con cariño y esmero por el cuerpo de periodistas de este diario.
En nombre de todos, Madre, te damos la bienvenida. Tu presencia hace palpitar de júbilo nuestros corazones.