Leo a Romand Rolland y rescato de él lo que escribe sobre Jean Jaurés, político socialista francés, fundador de L’Humanité en 1904, luego asesinado en 1914, tres días antes de iniciarse la Primera Guerra Mundial.
Recuerda Rolland que su inteligencia tenía necesidad de la unidad. Apuntaba hacia el conjunto, observaba la realidad política más allá de las ideas, de los partidos, de las clases e inspirado, al efecto, por el principio de la unidad existencial del hombre: sin mengua de que es uno y único como experiencia humana, pero necesitado de la alteridad, del encuentro con los otros. ¡Y es que para Jaurés todos hacemos parte del género humano!
Creyó en dicha unidad como obra de la inteligencia, léase de la razón, para curarse en salud contra el olor de la sangre y la violencia cuando se aproximan para disociar y fomentar los extremos en los que la violencia y la sangre se cuecen.
Rolland, en su crónica sobre dicho intelectual de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, además, cuenta que no obvia o pone de lado los impulsos del corazón, que se resumen en la “pasión por la libertad”. En suma, su lema es inteligencia en la unidad y pasión por la libertad.
Concluida mi lectura aprecio, de seguidas, la fragmentación y pérdida de lazos de identidad que nos hace presa a los venezolanos –no me refiero a los integrantes del Estado ni a los de la oposición formal variopinta, sino al país en su conjunto– militemos en una u otra bandería. Y me pregunto si ello es obra de un amago de nuestra inteligencia como colectivo o acaso se ha apaga entre nosotros la llama de la libertad, urgidos por la sobrevivencia.
Y esa pasión por la libertad cabe destacarla, pues en defecto de una memoria popular –que rechaza nuestra cultura de presente– extirpada desde la hora de nuestra Emancipación, obviando 300 años de aprendizaje dentro del molde greco-romano-latino e hispano heredado, luego nos hicimos a puñetazos, es verdad, pero galvanizados por una sed febril de libertad.
No se entiende, así, que algunas cabezas, siquiera por pasión, mal se percaten de la profundidad dilemática que hoy compromete a Venezuela, guiada por un gobierno demente que la empuja hacia su desaparición como república y a formar parte de los amasijos que medran en emergencia humanitaria permanente, dando lástima al resto del planeta. “A menos que -lo decía José Rafael Pocaterra- consideremos al pueblo de Venezuela como al personaje de la comedia de Molière, quien después de viejo vino a caer en la cuenta de que hablaba en prosa”.
En lo aciago de la circunstancia, apreciando que alguna vez fue posible lo que en apariencia resultaba imposible, releo lo escrito y firmado, sin reservas y de conjunto, por todos los integrantes de la Mesa de la Unidad Democrática en concordancia admirable con María Corina Machado, Leopoldo López, y también Antonio Ledezma; avalado ello por Diego Arria, Eduardo Fernández, Oswaldo Álvarez Paz, Pablo Medina, entre otros, hace apenas tres años.
Todos a uno dibujan y afirman compartir una cosmovisión digna de Rolland y Jaurés, pero que hacen polvo después, quizás por la ausencia de victorias clientelares o, a lo mejor, por la pérdida en algunos, cabe decirlo, de la pasión por la libertad.
Unidad en la historia era el compromiso, pues todos a uno dicen entender la historia nacional como un largo esfuerzo hacia la libertad, la democracia y la justicia social. Unidad en la inclusión prometen y firman, por convencidos de que la política debe servir para construir una sociedad que incluya a todos. Unidad en el respeto declaran en esa oportunidad, ya que, según las palabras de todos y no unos o de otros, el pueblo venezolano es uno solo.
En el mejor espíritu humanista de Jaurés, nos dicen los firmantes del Compromiso por un Gobierno de Unidad Nacional que los venezolanos quedaríamos unidos -así lo prometen- en el respeto del otro, en el respeto a sus derechos de toda índole a tener un sitio digno en esta sociedad que todos constituimos. Respeto a todos los sectores de todas las regiones. Respeto y reconocimiento democrático a la discrepancia y a la oposición. Respeto al pueblo, en fin, como exigencia universal.
Dicho documento histórico, que autentica Ramón Guillermo Aveledo un 26 de septiembre, nos interpela en la actualidad.
Resulta paradójico que con tantas luces y a la luz de lo declarado y jurado por nuestros “mayores” –creyendo encontrarse a las puertas de asumir el gobierno por la vía electoral– la Conferencia Episcopal Venezolana, esta vez, se haya visto obligada a darles un jalón de orejas. Les recuerda que este régimen de Maduro-Cabello es la fuente de todos nuestros males –la corrupción y el militarismo coludidos– pero también, quienes nos hemos opuesto al mismo, hemos sido incapaces de construir una alternativa democrática creíble. Y el tiempo se agota.